domingo, 29 de noviembre de 2009

La invasión de las «antojolías»

“Detesto las antologías” dice, con cierto énfasis, un amigo poeta. Su aversión tiene muchos modos: detesta leerlas, lo que representan y lo que aportan. Pero son, piensa, un “mal necesario” y por ello su aborrecimiento recrudece.

El sentimiento de este amigo ha aflorado últimamente. Y es que este año, después de una larga sequía, han aparecido cuatro antologías de poesía mendocina, una verdadera anomalía editorial que vale la pena analizar y que permite de a ratos contradecir y de a ratos acompañar a este escritor en el parecer.

Antes de avanzar en el breve análisis de estos cuatro volúmenes, hay que hacer una advertencia: quien esto escribe está incluido, como poeta, en dos de ellas. Y en una más aparece como “consejero editorial”, cargo que en realidad ha consistido en aportarle al verdadero antologador panoramas, nombres y estéticas de la lírica viva de hoy en Mendoza, habida cuenta de su experiencia como editor. Hecho el “blanqueo”, venga también una promesa de imparcialidad en los comentarios.

Las dos primeras antologías son sólo de poesía, mientras que las otras dos combinan la lírica con la narrativa y algo más.

La ruptura del silencio, subtitulado “Poesía mendocina contemporánea”, es un libro de 197 páginas coordinado por Diana Starkman, apasionada por la poesía local e impulsora de diversos ciclos que desde la DGE se realizaron en las últimas ferias del libro. Dicho volumen, que se distribuirá gratuitamente en las escuelas, tiene un afán de inventario y pretende ser útil para los docentes. La impresión y el diseño son modestos. Lo que importa es lo de adentro, se dirá. Y allí lo que parece faltar es un criterio: 27 poetas entre incipientes y consagrados comparten páginas desiguales (algunos ocupan muchas, otros pocas). Esa “amplitud” juega en contra y acentúa ausencias: Silanes, González, Villalba o Marta Miranda.

Promiscuos & Promisorios (ed. Luna Roja), en ese sentido, gana en el círculo preciso que traza. Dionisio Salas Astorga ha seleccionado a 14 poetas nacidos “entre el ’60 y el ’79”, y si bien despista un poco la variedad, el antologador se hace cargo de la elección con un gran prólogo, que describe el paisaje de autores que recorre, relaciona el presente con el pasado y se parapeta mirando al futuro. El reparto de páginas es equilibrada y el diseño es a la vez sobrio y con buen gusto, amén de algunos recursos que sacrifican claridad por estética.

Las otras dos son antologías de la “mezcolanza”, como si ya por su naturaleza estas compilaciones no lo fueran.
Policronías II repite la experiencia de 2007, en que el departamento de Las Heras reunió poetas de su departamento. Se combinan aquí poemas con relatos y hasta con reproducciones de pinturas de artistas lasherinos. El nivel es desparejo (hay muchos incipientes y se nota) y no se explica más que por “figuritismo” que el antologador, Fernando Flores, aparezca de nuevo entre los antologados.

Desertikón, finalmente, tiene una “pata bonaerense”, ya que aparece por el sello Eloísa Cartonera, fundado por Washington Cucurto y elaborado, a medias, con material juntado por cartoneros. Acá, el mejunje de 25 narradores y poetas se atenúa por un afán de reunir cierta estética (difusa), pero se arruina con la presencia de ¡seis! prólogos, la mayoría rimbombantes y vacuos (excepción hecha por el de Leonardo Pedra, claro y conciso, y algunas líneas del de Zangrandi).

Sorprende que justamente se predique en estos prólogos el atender a las “literaturas marginales”, a “una literatura otra” o un “margen” (propio de Eloísa), y en los prólogos abunden el artificio y las acusaciones enunciadas y no fundamentadas (sea contra “las políticas culturales”, la SADE, la Facultad de Filosofía y los medios: da lo mismo), junto a la construcción de una paradoja: el lamento por su “otredad” no se justifica desde el momento en que si esa antología recoge algunas voces y no otras, provoca el mismo efecto que dice combatir.

Así, entre el debe y el haber, ¿qué queda de estas antologías? Al parecer, un retrato impreciso, monstruoso y bello como un cuadro de Francis Bacon, que deja constancia de que la escritura, sobre todo poética, está lejos de secarse en este desierto silencioso. Y ni los “antojos” de los antologadores (“una antología es una antojolía”, opinaba Juan Ramón Jiménez) harán algo en contra o a favor de ese lápiz que justo ahora, quizá, comienza a llenar el papel con el flaco alimento de un verso.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Las pérdidas de la feria


Pasaron cinco días del cierre de la Feria del Libro y parece momento propicio para hacer un balance fuera del que, por razones de perspectiva, obediencia y, por qué no, convicción, ha hecho la propia Secretaría de Cultura de Mendoza.
Para los organizadores del encuentro, la feria fue, por todo lo alto, «un gran éxito». El músico Claudio Brachetta, coordinador de actividades artísticas, se puso al hombro este año la fiesta intentando volcar toda su experiencia en este evento que siempre está puesto a prueba.
La fiesta ofreció, en términos teóricos, algunas confirmaciones y algunas novedades, ambas en la línea de explotar lo más interesante que pueda tener una actividad como ésta, que en Mendoza no tiene las mismas directrices que la Feria del Libro de Buenos Aires, pues la capitalina es un buen negocio y ésta, a veces, una obligación.
Por eso es que Cultura repitió el predio múltiple para realizar la feria (ECA, plaza San Martín, edificio de la Secretaría), desechando opciones nuevas o fallidos intentos anteriores (Terminal del Sol, plaza Independencia, auditorio Bustelo). La privilegiada ubicación céntrica de la plaza parece que resulta un ámbito más accesible para el público, al menos en cuanto a lo que opinan los libreros.

¿Feria o librería?
Pero es justamente el papel de los libreros el que sigue «chirriando» en las ferias locales. Y esto porque cuando se habla de Feria del libro el acceso (la compra) de volúmenes es, por consenso, la excusa principal para estos encuentros.
Pero los stands que se ven ya desde el año pasado son escasos, tienen poquísimo atractivo (parecen de feria persa más que de feria del libro) y lo que uno encuentra allí no difiere de lo que está cuadras más allá, en los locales de las librerías, sea por títulos, sea por precios. Es así que la planta baja del ECA, que cobija a las librerías locales y a alguna que otra editorial de Mendoza, acababa siendo lo más anodino, cosa que de una vez se vio reflejado en el desinterés de los mendocinos por dejarse llevar por la apariencia.

Biblioferia
Mucho mejor lució esta vez el primer piso del ECA, con editoriales universitarias, otras venidas de algunas provincias (se destacó Audiolibros) y algunas peculiaridades que justifican su aparición en un evento así. En la misma línea de logros puede ubicarse a las bibliotecas instaladas en la Secretaría de Cultura, un modo de permitir que el público lea libros sin siquiera comprarlos.

Cuesta abajo
El espacio Indygentes (subsuelo del ECA), por su parte, no pudo mejorar: ofreció una vez más algunos de los stands y de los eventos más atractivos, pero no obstante ello, el propio espacio al que está destinado conspiró contra muchísimo público al que el clima irrespirable de un lugar caluroso y sin ventilación le resultaba insoportable.
El último tramo de este balance ha de estar destinado a las presentaciones de libros y charlas varias. Allí hay mucha madera para tallar. Por un lado, y a priori, el grupo de escritores invitados era modesto pero atractivo. Por otro, las presentaciones y actividades en general eran muchas y algunas también atractivas, aunque no siempre para el público. No todas las charlas o presentaciones pueden interesar por igual.
Pero lo que resulta increíble es lo que sucedió con Vicente Battista. El gran narrador argentino (que integró el grupo de invitados junto a, entre otros, Ana María Shua, Santiago Vega y Eduardo Sacheri) no sólo no pudo dar su charla, sino que jamás fue contactado en Mendoza excepto cuando se lo alojó en el hotel (y casi no, porque cuando arribó a él estaba mal hecha la reserva).
Fue así que Battista llegó a dar su charla, en lugar y hora pactadas (a las que llegó por que se las arregló, no porque Cultura estuviera al tanto de si le hacía falta algo) y delante de sus narices le cerraron la carpa y se fueron los encargados.

En limpio
Con este caso como testigo, vienen las preguntas: ¿para qué se le pagó a Battista el viaje en avión, el alojamiento, y el caché de 1.000 pesos si ni siquiera les iba a interesar que cumpliera con su charla? ¿Era sólo para hacerlo figurar? ¿Es así como los encargados de la feria rinden ante sus superiores la tarea realizada? ¿Y qué pasó con los escritores locales, a los se anunció que «algo» se les iba a pagar pero aún no ven ni un peso? 
En fin, las respuestas a esas preguntas son las deudas puntuales de la Feria del Libro 2009. Pero el trasfondo de ellas (la irresponsabilidad, la superficialidad, la desidia) son más que deudas, pérdidas.

Fernando G. Toledo