lunes, 15 de febrero de 2010

Una noche con rosas y sin vinagre



Porque los contrastes (el vinagre y las rosas, los helados de aguardiente) son los que enriquecen los sentidos, Joaquín Sabina brindó, es decir, celebró y regaló, un concierto pleno de matices y colores, con canciones novísimas y clásicos de siempre, con sonidos rockeros y baladas, con arreglos subversivos y versiones inclaudicables.
Fue en el estadio Malvinas Argentinas, en un espléndido sábado de estrellas tímidas que quedaba en medio de dos fechas «sabinescas» a más no poder: el día anterior había sido el cumpleaños del músico, el día posterior era ese edulcorado «catorce de febrero» al que en una canción el músico le dice «yo no quiero».
Los contrastes, decíamos, estaban a flor de piel y Sabina los llevaba encima: junto a su saco de frac y su bombín de etiqueta, lucía unos Clavin Klein, una remera a rayas y un prendedor de Velvet Underground. Atrás, una banda sedosa para su voz de lija (capaz de hacer alisar los corazones), y una seguidilla de canciones que no dieron tregua y aún así dejaron ganas de más.
El recital comenzó con lo nuevo. Tiramisú de limón, primer corte del disco Vinagre y rosas (2009), fue lo primero que salió del escenario de un estadio fervoroso pero con menos público del esperado. La canción, con música del dúo Pereza y letras de Sabina y Benjamín Prado, tiene chapa de hit y sonó fuerte en las gargantas del público mendocino, que la coreó a pesar de que lleva un par de meses sonando en el aire. Igual, el tema estableció el clima del show: parecía que la ciudad representada por la escenografía se hubiera despertado para desplegar sus alas de luna.
El contraste se repitió cuando Sabina, a poco de andar con cosas nuevas y recitar un poema para Mendoza, atacó con un clásico inesperado: Medias negras. Lo inesperado fue lo rápido que llegó, no su presencia. Pero también sorprendió la versión, algo que se repetiría a menudo: con más aires de son que de rock, terminó de poner a tono no ya al público (faltaría un poco más para ello), sino a la banda: Jaime Azúa (guitarra y voz), Pedro Barceló (batería), Mara Barros (voz), Pancho Varona (bajo, guitarrón, voz), Josemi Sagaste (vientos y acordeón) y Antonio García de Diego (teclados, guitarra y voz).
El buen encastre de esta reversión de Medias negras, al que le siguieron Viudita de Clicquot y el viejo Ganas de…, no se repitió del todo en Con la frente marchita, otro de los grandes clásicos que aparecieron pronto. Le falta un poco de madurez a esta subversiva relectura de la porteñísima canción de Sabina: aquí se le sacó casi todo lo que tenía de tanguera y se le dio un curioso tono de reggae. Al público poco pareció importarle, y por su interpretación los aplausos se mezclaron con las lágrimas que este tema de Sabina es capaz de extraer de sus escuchas.
Llegado a ese punto emocional, el español desgranó lo nuevo (la bellísima Cristales de Bohemia) con lo viejo, siempre con el público ya en el bolsillo. Y aparecieron clásicos jamás tocadas en vivo por él en Mendoza (ni en el inolvidable Gran Rex de 2001, ni en este mismo recinto, con el Nano Serrat, el 2007). Por ejemplo, cantó Por el boulevard de los sueños rotos. Y luego, Aves de paso. Y luego, Peor para el sol y Peces de ciudad, con ese estribillo maestro, también hecho de contrastes. Y también cantó Llueve sobre mojado, sin Fito Páez y con Azúa asumiendo el difícil rol del rosarino, para dividir opiniones.
Sabina se tomó dos pausas pero al público no se le dio tregua, porque la banda «sabinera» siguió tocando, y sin su compañía, cantó en respectivas tandas canciones como Conductores suicidas, Como un dolor de muelas (letra de Sabina y el Comandante Marcos, con la voz de la sensual Mara Barros a pleno) y Amor se llama el juego.
El tramo final del show cristalizó su carácter de inolvidable, sin dejar los contrastes mencionados, ya que éstos constituyeron el entretejido de las útlima parte del recital. Coreadas baladas diamantinas como Una canción para la Magdalena, Y sin embargo, Contigo y Calle Melancolía, se entremezclaron con esas canciones que todos bailan, como 19 días y 500 noches, Nos sobran los motivos (en su versión española, llamada Cerrado por derribo) o Princesa. Y llegó la hora del primer final, con el conocido interludio construido por Noches de boda y Y nos dieron las diez. Y, en la agonía de la velada, llegaron los golpes finales con Pastillas para no soñar y, por supuesto, La del pirata cojo.
El cierre, como era de suponer, fue un cierre de contrastes en los pechos de los presentes. Alegría por lo oído y pena porque el último acorde ya había sonado. Euforia por todo lo que cantó y ganas de haber escuchado algo más (Dieguitos y Mafaldas o Ruido). Aunque el contraste final fue el mejor: el que dejó saber que, en el Malvinas, el sábado fue un solo día, pero con 500 noches.

Festivales, festivales



Fiebre de festivales. Fiebre que provoca delirio, pero no tanto del público como de los organizadores. Eso podríamos diagnosticar a propósito de la nutrida temporada que estamos viviendo en Mendoza. Temporada que arrancó hace casi un mes y medio con la Fiesta del Chivo (Alejandro Lerner y Soledad, entre los invitados), siguió con Rivadavia Canta al País (Jairo, Chaqueño, de nuevo Soledad), la Tonada tuyunanina (Chaqueño otra vez, León Gieco, Luciano Pereyra) y continuó esta semana sin pausa con cuatro festivales superpuestos: Americanto (en el parque San Martín), Fiesta del Camote (Corralitos, Guaymallén), Festival del Jamón y el Pan Casero (Junín) y Festival del Pejerrey (El Carrizal).
Los perfiles han sido diferentes, pero lo distinto entre cada uno es, ciertamente, parecido. Uno se dedicó sólo a artistas locales, el otro a nombres nacionales resonantes, muchos repitieron las figuritas. La respuesta popular fue importante, pero no en todos los casos: si Rivadavia y Tunuyán lograron convocar a decenas de miles, el Americanto mucho menos y los demás, bastante menos.
Y en esto último es donde conviene indagar un poco. ¿Cuánto sentido tiene recaer en esa superposición y en la repetición de figuras tan convocantes como onerosas? Cierto es que el público que vive en el Este prefiere que el Chaqueño les cante a la vuelta de casa que a 150 kilómetros. Pero fuera de esa excusa a medias atendible (las jornadas de festival no sólo se pueblan de público autóctono, sino del que viaja especialmente para presenciar los números), resulta una monotonía saber que el Chaqueño, que tocó allá, toca mañana más acá y pasado mañana (por ejemplo, el 27 en el Festival del Melón y la Sandía, de Lavalle) incluso más allá.
Monotonía y superabundancia, sumadas a la superposición (tres festivales durante el mismo día) que provoca no sólo la posible merma de público aun cuando se trata de festivales gratuitos, sino la pérdida de cualquier atisbo de identidad que pudiera tener cada festival. El caso de la Tonada es testigo: aunque ya está asumida la mutación desde hace mucho, por las virtudes del éxito, el festival no tiene sólo tonadas ni tiene muchas tonadas que digamos. A esta altura conviene decir que de ningún modo la propuesta sería que dejen de realizarse tales festivales ni mucho menos. Pero si lo que se busca es que el calendario vendimial se extienda por esta vía, con más razón hay que programar entre todos los festivales sus propuestas, sus fechas y sus esencias. Dejando de lado, claro está, egoísmos y “primereadas”.

Fernando G. Toledo


martes, 9 de febrero de 2010

El secreto del Oscar


Si es verdad que los argentinos tenemos facilidad para la pasión, el orgullo nacional y hasta el fanatismo, este 2010 no sólo nos verá alentando la –hasta ahora­– desdibujada selección de fútbol de Maradona, pues también estaremos pendientes de la suerte que corra El secreto de sus ojos el 7 de marzo, en los premios Oscar.
Esta cinta llega a la glamorosa ceremonia de Hollwyood precedida de nominaciones, premios y éxito de taquilla y de crítica. Pero con el Oscar están en juego otras cosas. Por un lado,  se ganaría un lugar en el libro de unos premios que gozan de la mayor fama, aunque no del prestigio unánime; por el otro, la posibilidad de que el galardón redunde en dinero, no sólo el de la distribución de la cinta en los Estados Unidos, sino también en la vía abierta que podrían encontrar intérpretes y directores para contratos futuros en la Meca del cine.
Ahora bien, ¿cuáles son las posibilidades concretas con las que cuenta la cinta de Juan J. Campanella para aspirar a que los argentinos griten, como un gol del Mundial, su Oscar a la mejor película extranjera?
Es difícil decirlo. Primero que nada, porque no hemos visto a sus competidoras –La teta asustada, de Perú; Ajami, de Israel; Un profeta, de Francia y La cinta blanca, de Alemania–; segundo, porque aunque las conociéramos, tampoco estaríamos muy seguros de que la calidad pura del filme sería por sí sola garantía de un galardón.
En Hollywood, el asunto no es tan sencillo. Influyen otros temas, por ejemplo, la casi obsesiva intención de que entre las películas extranjeras se premie los temas graves, enfocados desde la corrección política. Pero se mueve también el aspecto monetario que mencionábamos antes, es decir, la posibilidad de que el filme pueda ser vendido –incluso por la vía de la remake– en EE.UU.
Si es por la primera de las variables, El secreto de sus ojos lleva las de perder ante filmes como La cinta blanca –ya ganó el Globo de Oro por su abordaje sobre los orígenes del fascismo– o Ajami –sobre el conflicto árabe-israelí. En cambio, en el segundo de los casos, Campanella encaja mejor con las posibilidades de que este premio le depare buenos réditos como director en Hollywood, ámbito que de hecho ya conoce. Sin embargo, allí la peruana La teta asustada compite por el hecho de que su directora es sobrina de Mario Vargas Llosa y de Luis Llosa, director de éxitos de Hollywood como El especialista o Anaconda.
Como fuera, hay algo claro: El secreto de sus ojos es una seria competidora. Acaso, más seria que la Selección de Diego.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Avatar: ¿un éxito con aires de plagio?


Esta semana Avatar consiguió lo que sus productores deseaban: convertirse en la película más taquillera de todos los tiempos y desbancar así a Titanic, nada menos que la cinta anterior que dirigió James Cameron, hace 13 años. El dato, que indica sin más que el largometraje ya tiene su lugar en los libros de historia del cine, es una buena excusa para preguntarse qué hace que las películas sean las preferidas del público. ¿Tienen que ser buenas o les basta con ser atractivas, que en este presente es casi sinónimo de estar «bien vendida»? ¿Hay que contar una historia o ello no interesa?
De entrada digamos que la respuesta es esquiva y esta columna está para formularla, antes que para responderla. Y es que la valoración «artística», por decirlo de un modo superficial, de la cinta creemos no está a la altura ni de su enorme repercusión ni de sus genialidades técnicas. Hablamos de «mención superficial» del concepto «artístico» porque en el cine lo estético se halla, probablemente, mucho más estrechamente atado a lo técnico que en otras artes (con la probable excepción de la arquitectura).
A quien haya visto Avatar le resultará una redundancia decir que tiene uno de los trabajos de efectos visuales más impresionantes jamás vistos. Una reconstrucción tan puntillosa y realista del mundo imaginado por Cameron que deja con la boca abierta a cualquiera. Pero, ¿cuánto más ofrece la película fuera de esos prodigios y de la maravilla que es el lenguaje N'avi, inventado para la ocasión? No mucho: la historia, salpicada por algunos guiños livianos a temas como la ecología, la guerra y la ambición, es casi un calco punto por punto de una cinta infantil de Disney del año 2001: Atlantis, el imperio perdido. Ni sentido tiene repetirlo: los resortes de ambas historias son iguales y en ésta hasta se inventó un lenguaje (el «atlante») para la ocasión. A la vista de ello, repetimos: para tener éxito en la taquilla, ¿acaso importa la historia que se cuenta?