lunes, 29 de marzo de 2010

Cuando la sala propia es una pesadilla


Co­rría se­tiem­bre de 1997 cuan­do sa­lía a la luz en Bue­nos Ai­res el Anua­rio tea­tral ar­gen­ti­no, una pu­bli­ca­ción que da­ba cuen­ta de la ac­ti­vi­dad tea­tral de­sa­rro­lla­da du­ran­te el año an­te­rior en to­do el te­rri­to­rio del país.
Di­cho li­bro in­cluía una re­co­pi­la­ción muy ilus­tra­ti­va de to­das las obras es­tre­na­das en ca­da pro­vin­cia y ubi­ca­ba a és­tas se­gún un or­den cuan­ti­ta­ti­vo de­cre­cien­te a par­tir de las que más obras ha­bían es­tre­na­do.
En dicho anua­rio Men­do­za apa­re­cía en se­gun­do lu­gar: es de­cir, era la pro­vin­cia con ma­yor ac­ti­vi­dad des­pués de la Ciu­dad de Bue­nos Ai­res. Y muy por en­ci­ma de las que le se­guían.
Ese Anua­rio tea­tral ar­gen­ti­no no ha­cía más que po­ner so­bre pa­pel lo que fue un mo­men­to de es­plen­dor de nues­tro tea­tro, un es­plen­dor no ne­ce­sa­ria­men­te eco­nó­mi­co pe­ro sí de de­sa­rro­llo crea­ti­vo, mo­to­ri­za­do so­bre to­do por dos elen­cos que aca­pa­ra­ban elo­gios y pre­mios: Ca­ja­mar­ca y Vi­ce­ver­sa.
Pe­ro uno de los da­tos lla­ma­ti­vos era que, por en­ton­ces, esos mis­mos elen­cos no con­ta­ban con una sa­la pro­pia si­no, a lo su­mo, con el sue­ño de te­ner­la. Esa su­pues­ta ca­ren­cia, que los lle­va­ba o bien a al­qui­lar o a im­pro­vi­sar sus pues­tas en lu­ga­res no con­ven­cio­na­les (ca­sas, gal­po­nes, ga­le­rías, el hall de al­gún edi­fi­cio, las es­ca­le­ras de la Es­cue­la de Mú­si­ca) no mi­na­ba, al pa­re­cer, su de­sa­rro­llo ar­tís­ti­co.
¿Có­mo en­cuen­tra es­te 2010 al tea­tro men­do­ci­no? Pues, pa­ra los elen­cos in­de­pen­dien­tes, el pre­sen­te es cier­ta­men­te os­cu­ro, bru­mo­so, de­cep­cio­nan­te.
Por un la­do, es di­fí­cil me­dir el de­sa­rro­llo de nues­tro tea­tro fren­te al de otras pro­vin­cias sin un tra­ba­jo co­mo el de aquel anua­rio que per­mi­ta vis­lum­brar cla­ra­men­te las rea­li­da­des par­ti­cu­la­res.
Pe­ro lo que sí es cier­to es que va­rios de esos elen­cos, sin si­tio pro­pio en aque­llos años, con­si­guie­ron más tar­de su lu­gar. Sin em­bar­go, ello no se tra­du­jo di­rec­ta­men­te en más y me­jo­res obras, en pues­tas más in­no­va­do­ras. Al con­tra­rio, el tea­tro co­men­zó a dis­per­sar­se con un gran de­sa­rro­llo de fun­cio­nes en ba­res y pubs, con nue­vos elen­cos sin sa­las que co­men­za­ban a mo­ver por la fuer­za de sus pues­tas, y no de sus pa­re­des, la es­ce­na lo­cal.
Co­mo con­tra­par­ti­da, los gru­pos que ya te­nían su sa­la pa­de­cían los pro­ble­mas que re­pre­sen­ta po­seer un lu­gar al que hay que man­te­ner, en el que hay que pa­gar im­pues­tos, ha­cer­le ins­ta­la­cio­nes, pre­ser­var la se­gu­ri­dad y tan­tas co­sas que, aca­so, les ha­cen «gas­tar ener­gías» que an­tes usa­ban en el es­fuer­zo crea­ti­vo y no en el pro­sai­co an­dar de los pro­ble­mas co­ti­dia­nos.
Por eso es que gru­pos co­mo La Li­bé­lu­la, Ubria­co, Dos Huér­fa­nos, Los To­ri­tos, Crack o los elen­cos di­ver­sos de Ariel Blas­co han da­do tan bue­nas obras en es­te tiem­po, preo­cu­pa­dos qui­zás en dón­de po­ner­las, pe­ro sin car­gar con pro­ble­mas tan gra­ves co­mo los que es­ta se­ma­na su­frió Vi­ce­ver­sa (quien adu­ce una es­ta­fa que los de­jó en la ca­lle), los que pa­de­ció el gru­po Tri­ni­dad Gue­va­ra a prin­ci­pios de es­te 2010 (ya ce­rra­ron) o los que se le ave­ci­nan a Ar­go­nau­tas (pa­re­ce que tie­ne las ho­ras con­ta­das).
Es cier­to que Ca­ja­mar­ca y El Ta­ller aún re­sis­ten y que Juan Co­mot­ti (hi­jo de Cris­tó­bal Ar­nold) se atre­vió a abrir una en Go­doy Cruz, pe­ro la pa­ra­do­ja es que el «sue­ño de la sa­la pro­pia» se ha con­ver­ti­do pa­ra los elen­cos lo­ca­les en una pe­sa­di­lla.
Pe­sa­di­lla que se su­ma a la de­sa­pa­ri­ción ge­ne­ra­li­za­da de sa­las ofi­cia­les y que tor­nan cual­quier pro­me­sa, por aho­ra, en pa­la­bras va­cías.
Se di­ce que Wal­ter Nei­ra, el mis­mo que di­ri­gió dos Ven­di­mias y pu­so al tea­tro lo­cal en lo al­to du­ran­te mu­cho tiem­po, ha­bría di­cho que des­pués de es­to se re­ti­ra de la di­rec­ción. La­men­ta­ble­men­te esa pro­me­sa sue­na más co­he­ren­te en es­te pre­sen­te pe­sa­di­lles­co.

Fernando G. Toledo

miércoles, 24 de marzo de 2010

Operación ópera

Si estamos de acuerdo con que Mendoza merece que el Estado invierta parte de su presupuesto en producir una ópera por año, hay muchas cosas que deben su­ceder y muchas otras que jamás debería uno atestiguar.
El primer paso lo dio el teatro Independencia, tras la designación de Fabricio Cen­torbi como director de esa sala, quien anunció la producción de una ópera anual, siempre con artistas locales. En 2008, sin embargo, la promesa no fue cumpli­da: presupuestos reducidos y dinero que el teatro recaudaba que iba a parar a otras áreas, al parecer, lo impidieron.
Pero en 2009 se concretó El elixir de amor, de Donizetti, que llegó en un año en el que, para bien de los melómanos, algunos elencos independientes también montaron ópe­ras (de costo muchísimo menor) en esa sala, con dos versiones de La serva pa­drona, de Pergolesi [ver aquí y aquí], y una de Rita, también de Donizetti.
Y anoche [el sábado 20 de marzo de 2010] se concretó el estreno de La flauta mágica, de Wolfgang Amadeus Mozart, a sala llena. Sí: el público local responde manera notable, al punto que ya se han vendi­do unas 1.200 localidades y, si todo sigue así, se recuperarán por esa vía los $90 mil de inversión.
La clave de todo es que mientras iniciativas públicas como ésta son un verdade­ro aporte al cultivo artístico de los mendocinos, es demasiado lo que conspira contra su realización. Primero de parte del propio Gobierno, ya que es evidente que una sala como el Independencia clama a gritos la remodelación del foso (agrandarlo y mejorarlo, ya que según el director, por problemas de construc­ción ha debido ser apuntalado) y la mejora de la orquesta residente.
La Filarmónica de Mendoza merece un párrafo aparte. Y es que el organismo, co­mo ya hemos advertido, carece del nivel de su vecina, la Sinfónica de la UNCu­yo, pero no sólo porque cuenta con menos músicos (es poco más que una or­questa de cámara), sino porque está falta de conciertos, habida cuenta de los po­cos que realiza año a año. Además, hay actitudes de los músicos que merecen una lectura fina, como el hecho de que el jueves se plegaran al paro de ATE y, según testimonios, varios de los integrantes firmaran asistencia aunque no ensa­yaran, acaso para evitar el descuento del sueldo.
La orquesta se apresta a remplazar a su titular: Ligia Amadio, ex directora de la Sinfónica, es la candidata. Difícil es que la brasileña, por sí misma, consiga un cambio tan radical. Como en La flauta mágica, la «operación ópera» parece estar acosada por una especie de Reina de la Noche que amenaza con destruirlo todo a base de intrigas y egoísmo.

Fernando G. Toledo

martes, 9 de marzo de 2010

Grandes recursos arruinados por una puesta en escena divagante


Los mejores recursos y los peores resultados. Ése podría ser el lacónico resumen para Cantos de vino y libertad, el espectáculo dirigido por Vilma Rúpolo que conformó el Acto Central de la Fiesta Nacional de la Vendimia 2010.

Un espectáculo en el que confluyeron algunos de los mejores artistas de Mendoza, donde hubo novedades y una gran banda en vivo, donde hubo dejos de emoción y ciertos hallazgos, sí. Pero, también, donde todo fueron perlas de un collar roto que nunca pudo enhebrarse, acabando por eso en una maraña revuelta y disgregada, atacada cualquier unidad por los yerros de la puesta en escena.

Si uno lo piensa, la directora tuvo este año uno de los mejores equipos artísticos posibles. Casi un equipo soñado, conformado por la mejor pluma, los mejores músicos, grandes directores de actores y de coreografías. Los mejores recursos, como se dijo, para magros resultados.

Arístides Vargas, por ejemplo, fue el guionista: se trata, ni más ni menos, del más grande dramaturgo mendocino vivo. Un hombre capaz de arrojar poesía en cada línea de sus obras sin perder jamás el concepto central de lo que cuenta, capaz de promover novedades estilísticas y pintar personajes entrañables, de contar las cosas más ásperas y comprometidas sin perder un ápice de lirismo.

Rompecabezas En Cantos de vino y libertad, el trabajo del autor terminó pareciendo un rompecabezas que clamaba la reunión de sus partes. ¿Fue un llano y directo error de puesta? ¿O acaso el tema del Bicentenario, aplicado por reglamento, conspiró contra la coherencia de una propuesta que Vargas y Rúpolo ya tenían preparada desde hace años? Una respuesta afirmativa, en cualquiera de las alternativas (o en ambas), explicaría muchas cosas.

Y es que la Fiesta tuvo atisbos de una historia que quería ser contada y no podía, junto con asaltos sucesivos de las alusiones «bicentenarias» que, no obstante su mayor o menor pertinencia, eran continuamente apagadas por coreografías que apuntaban más al embotamiento que a la ilustración corporal del engranaje dramático.

El comienzo, no obstante, parecía decirnos otra cosa. Unos indios labraban la tierra en un «labio» ubicado justo frente al lago del escenario, en una bella y potente imagen subrayada por el hecho de que lo que pisaban y arrancaban del suelo estos personajes era tierra verdadera, no mera utilería.

Al galope
Ahí nomás, mientras una música con vientos andinos inundaba la escena, aparecían unos tótems indígenas de gran poderío visual y el escenario se llenaba para dar paso, poco después, a unos gigantescos caballos de utilería, animados como muñecos gigantes por actores-manipuladores, que se iban a constituir en los sorprendentes narradores de la historia que quiso ser contada sobre el escenario.

Claro que esa novedad, ese toque creativo propuesto por el guión de Arístides Vargas, iba a aparecer sin que la puesta rescatara este aspecto sin dudas atractivo. Y es que aunque la hechura de estos caballos haya sido de increíble belleza y realismo (con la probable excepción del lugar desde donde se empujaba a uno de ellos), Rúpolo los rodeó de un arsenal increíble de recursos lumínicos, sonoros y humanos que acaso consiguieron aturdir, pero no impresionar. Porque Rúpolo puso allí, todo junto, lo que a veces, para buscar el crescendo dramático, se va colocando de a poco. Así, aparecieron fuegos artificiales, escenarios atestados, bailarines que bajaban a las corridas las escaleras. Y no sólo eso: se utilizaron, allí mismo, los cerros laterales y el lago, y se encendieron todas las luces y la pantalla de led.

«Conspiración» interna
A partir de allí, y como se dijo, en cuanto al desarrollo del guión, el trabajo fue a los tropiezos. Si de a ratos los caballos contaban en primera persona (como testigos privilegiados) gestas grandes como la sanmartiniana, medianas como una procesión de la Virgen de la Carrodilla o pequeñas como la apertura de un surco, por otro lado se daba curso a la rimbombante seguidilla de ritmos de los países latinoamericanos que fueron marca de estilo de las fiestas de Pedro Marabini. Si había una manera de conspirar contra el guión, allí estaba.

No obstante, el espectador común, que se dejaba estremecer por los golpes de efecto aunque ya perdiera el hilo narrativo para siempre, podía disfrutar de algunas gemas dispersas, ésas del collar roto. Por caso, y sin dudas, la banda en vivo dirigida por Oscar Puebla, cuyo desempeño fue notable. Una banda que incluyó, entre otros, a músicos de prestigio como Gustavo Bruno (guitarra), Pablo Quiroga (batería) o Pepe Sánchez (percusión), y que sumó luego nada menos que a los Markama (en su primera incursión en vivo en un acto central), a Juanita Vera y al ubicuo Cristian Soloa. Y que también se atrevió a incluir al dúo Igualitos, que interpretó una contagiosa mezcla de polka y rap, y dio un sacudón de vivacidad a lo que en el conjunto de la fiesta se tornaba cuesta abajo, más allá de que la lírica del tema rapeado dejara bastante que desear.

El rubro coreográfico fue importante también, fuera de que en la abundancia de cuadros bailados radicara parte del desvarío de la fiesta. Rúpolo no había conseguido, en las otras dos ocasiones que dirigió la fiesta (2001 y 2003), que sus bailarines se lucieran, y aquí nada puede objetarse: parte de ese logro es responsabilidad de Enzo De Lucca.

Regresión
Insistir en la descripción de los cuadros de la fiesta nos obligaría a recaer en la repetición: en cada caso habría una prueba palpable de que los recursos eran magníficos y la puesta hacía lo posible por convertir esos lujos artísticos en mayúsculas dilapidaciones. Con sus buenas y malas, el nivel de los espectáculos vendimiales había manifestado desde 2006 una mejora sustancial, con directores que parecían tener sobre todo ideas claras y capacidad para plasmar esas ideas sobre el escenario, aun con riesgos y errores. En todo sentido, esta fiesta es un retroceso con respecto a ellas. Menos, claro está, en los errores: aquí, abundaron. Y los mejores recursos no pudieron conseguir más que un espectáculo, en calidad, equivalente a un acto escolar que costó miles de pesos.

Fernando G. Toledo