martes, 26 de julio de 2011

Amy Winehouse y el ominoso club de los 27

Foto: AP


Por Fernando G. Toledo


El caso podría ser materia de estudio para sociólogos especializados en conductas de la juventud, para psicólogos, para quien sea. Pero hay una estela trágica a la que Amy Winehouse acaba de agregar su cuerpo como una ofrenda ominosa: la muerte a los 27 años de una estrella pop.
Como Winehouse, son muchos de los grandes músicos de todos los tiempos que han muerto, generalmente, por culpa directa o indirecta de sus excesos en el consumo del alcohol y las drogas, a esa edad emblemática.
Tenía 27 años Brian Jones, integrante de los Rolling Stones y compositor de la inolvidable canción She’s a Rainbow, cuando su cuerpo apareció flotando en la piscina de su mansión, el 3 de julio de 1969. Los reportes oficiales no dan detalles de su muerte, pero padecía problemas de intoxicación y erratismo que lo llevaron a ser despedido de la banda.
Jimi Hendrix murió a los 27 el 18 de setiembre de 1970 por aspirar su vómito, tras una ingesta de alcohol y somníferos. Menos de un mes más tarde y por sobredosis de heroína, falleció Janis Joplin. También tenía 27 años.
A esos casos se iba a sumar el de Jim Morrison. El líder de The Doors, consumidor habitual de LSD, fue hallado muerto en la bañera de su piso parisino, 3 de julio de 1971 (exactamente dos años después de Brian Jones). El Rey Lagarto contaba con 27 años, por supuesto.
El 5 de abril de 1994, después de estar inhallable por varios días, el cuerpo de Kurt Cobain (líder de Nirvana) fue encontrado en su mansión. El músico se había dado un tiro en la cabeza y su cadáver estaba rodeado de restos de drogas.
En la Argentina, el cuartetero Rodrigo, el Potro, murió en un accidente automovilístico en el que, según las pericias, sin duda, tuvo que ver el consumo de alcohol. El Potro era consumidor de cocaína, según muchos testimonios.
Finalmente Amy Winehouse, una cantante que en muchos sitios es más conocida por sus excesos y su estado decadente, incluso, en algunos conciertos, murió ayer a los 27 años.
El mito de morir joven y con un cuerpo hermoso, al parecer, encuentra una colección de grandes músicos con lamentable final. Se supone que nadie querría que este panteón del llamado «Club de los 27» siguiera engrosando sus filas. La muerte precoz deja un silencio obsceno ante el cuerpo de los grandes músicos.

Publicado en Diario UNO el 24/07/2011

viernes, 15 de julio de 2011

El mundo es un niño todavía



Por Fernando G. Toledo

Takeshi Kitano es, hoy por hoy, el director sobre el que el mundo cinéfilo tiene puestos los ojos. Poeta de la violencia, ex clown y músico, Takeshi (o Beat Kitano, según se presente como actor o como director) ha encandilado la rutina del cine industrial con una obra que va llegando tardíamente, pero que no pierde un ápice de su hipnosis: planos rítmicos, cámaras quietas o leves, algo de realismo y una interpretación actoral que tiene algo de Buster Keaton y un poco de un posible Humphrey Bogart gansteril. Sonatine, Violent Cop y, sobre todo, la lírica Flores de fuego son las piezas maestras que los argentinos hemos podido sorber de este verdadero maestro.
Con El verano de Kikujiro, Kitano recupera una vieja faceta y hace una pausa entre su cosmología de la violencia, para contar una historia sencilla, con esquema de road-movie y aires de neorrealismo salpicado de carcajadas surrealistas.
En el film, el niño Masao (Yusuke Skiguchi) vive con su abuela pero sueña con descubrir la verdad sobre su madre, a quien no ve desde que era un bebé. La soledad del aburrido verano desespera más a Masao y decide viajar a un destino posible de esa madre. Para ello, se asocia con Kikujiro (Takeshi), un amigo de la familia que es un verdadero bruto: ignorante, torpe, matón e irreverente.
La película se dividirá en dos partes, la primera de la búsqueda de la madre, que derivará en una dolorosa decepción, y la segunda la del regreso al lugar de partida, llena de una alegría construida con esmero por el indescifrable Kikujiro.
La mirada de Kitano hacia el mundo en este film es increíblemente infantil, inocente y también poética, El director propone una aventura que se divide en capítulos que parecen salidos de un cuento, y el mundo mismo toma la forma de un niño, en su carácter, en sus actitudes, en el comportamiento de sus habitantes.
El tosco Kikujiro, de paso, alcanza niveles de ternura inesperados, que quedan expuestos en su totalidad en el «circense» segmento final, en el que a esa visión se acopla la pequeña galería de personajes, que tienen durante tres días un único objetivo: hacer feliz a Masao.
El camino de El verano.., resulta, al final, doblemente exitoso: la pareja protagónica deja sentada una amistad única, construida sobre el altar de la alegría. Del otro éxito somos nosotros los partíci.pes: ahí estamos, en la sala oscura, vi- viendo en un universo que, Kitano nos dice, es pequeño todavía, y espera de nosotros la felicidad.

Publicado en Escenario de Diario UNO el sábado 19 de agosto de 2000

jueves, 14 de julio de 2011

Sabina llegó el Gran Rex de poesía


Por Fernando G. Toledo

El viernes a la noche la poesía estableció domicilio en Mendoza. Una dirección fugaz pero perenne: Buenos Aires 63, de Ciudad. El responsable de tamaña radicación fue nada más y nada menos que Joaquín Sabina, el trovador español que en su primera actuación para la provincia desplegó todo su carisma, toda su lírica y todo su talento.
Es célebre la filiación de este cantante con la Argentina, un país al que incluso ha sabido cantar y retratar con lucidez en algunas de sus canciones. Pero el público local que llenó el Gran Rex fue testigo de otra sorpresa: una insólita y aplaudida relación con la propia Mendoza, que se tradujo en dos invitados especiales.
Las presencias del ex Enanitos Verdes Tito Dávila (presentado como un verdadero amigo) y del bandoneonista Omar Larrea (elogiado hasta la reverencia por Sabina) fueron los privilegiados “actores de reparto” de un recital que quedará para el recuerdo.
La escenografía montada sobre el escenario invitaba al clima íntimo que rodeó todo el show. Una especie de cuarto de hotel, o de living bohemio, flanqueado por una pantalla en la que se proyectaron infinitas imágenes que ilustraban los temas y unas simpáticas olas artificiales conformaban el decorado de Nos sobran los motivos.
El recital comenzó con una seguidilla de estrenos a los que el público respondió como si se tratara de viejas y queridas canciones. Quizá porque lo vayan a ser pronto, quizá porque Sabina es simplemente irresistible.
Pero no todo es seducción. Lo que importan son las canciones. Y las extensas dos horas de música que brindó el cantante fueron magistrales. Esa voz aguardentosa, esa delgadez ironizada por unos pantalones atigrados encantaron al público con temas de distintas épocas y versiones acústicas que agregaban un plus a la cuestión, como si lo necesitara.
De esa veintena de canciones se destacaron: Ruido, Tan joven y tan viejo, Calle melancolía (dedicada a Dávila), Con la frente marchita (con Larrea en el bandoneón), Una canción para la Magdalena, Los conductores suicidas, Contigo, 19 días y 500 noches, Pero qué lindas eran, Nos sobran los motivos, Dieguitos y Mafaldas (en homenaje a otro artista local, el dibujante Quino) y un tango inédito a la altura de los mejores, además del infaltable Ynos dieron las diez.
Sabina se permitió también darles un espacio a sus músicos Panchito Varona, Antonio García de Diego y Olga Román. Fue seguramente el segmento menos brillante del show. Pero a esa altura poco importaba, como tampoco importaron los devaneos en algunas letras por parte del cantante, ni el retraso en el comienzo ni la pena de imaginar que tendrán que pasar al menos dos años para que este trovador inigualable vuelva a estas pampas. Las oportunidades de llenarse de poesía y de buenas canciones no son muchas. Por eso lo de Joaquín Sabina será, sencillamente, inolvidable.

Publicado en Escenario de Diario UNO el 22 de octubre de 2000

La pantalla dantesca



«Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada: la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la Divina Potestad, la Suprema Sabiduría, y el primer Amor. Antes de mí no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente. ¡Oh, vosotros que entráis, abandonad toda esperanza!»
Inscripción en las puertas del Infierno, según Dante.



Por Fernando G. Toledo

Aun en tiempos como el nuestro, cuando el arte puede parecer una futilidad para los intereses mundanos, hay artistas que desde siempre han proyectado su sombra, o más bien su luz, sobre el inconsciente colectivo de la humanidad.
Desde 1307 (año en que se supone que comenzó la escritura de la Divina comedia) Dante Alighieri es uno de esos artistas a los que su raza, la humana, le debe casi genéticamente una concepción poética y alegórica del mundo sin discusiones, al menos estéticas.
La Divina comedia es ese tipo de obras tan cautivantes como inaprensibles, a las que los artistas de todos los tiempos le han rendido tributo. Desde Miguel Angel hasta T.S. Eliot, desde William Blake a Gioachino Rossini o Robert Schumann, desde Sandro Boticeui a Franz Liszt y a Jorge Luis Borges, los grandes genios han elevado su arte en honor al gran genio.
Si el cine y la televisión se vislumbraban como lenguajes esquivos para la remterpretación de esta obra maestra, no obstante, ha tenido dos kamikazes artistas que se atrevieron a pronunciar con imágenes en movimiento la lírica de Dante.
En 1989, el Channel 4 inglés ofreció a Peter Greenaway –el desbordante, polémico ya veces odioso director de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante–, la producción para realizar una miniserie televisiva a partir de la Divina comedia. El reto fue aceptado por Greenaway y también por el director chileno radicado en Francia Raúl Ruiz.
El resultado, A TV Dante, se verá desde hoy y todos los viernes de julio por la señal Canal (á) de Supercanal.
A TV Dante traduce a la exuberante estética de Greenaway los cantos I al VIII del Inferno, primera de las tres partes en que se divide la Divina comedia.
A partir del famoso axioma del director de El vientre de un arquitecto («El cine está aún por inventarse»), la pelicula realizada en video respeta escrupulosamente el texto en su traducción al inglés, que es recitado íntegro en off, y muestra a Dante (interpretado por Bob Peck) y a su guía, el poeta latino Virgilio (en la piel del recientemente fallecido sir John Gielgud), internándose por el infierno para conocer y recorrer todas las barbaries eternas que contienen los nueve círculos, donde sufren los condenados.
El método que elige Greenaway no es el de la superproducción, sino uno que tiene más que ver con su idea de nuevo cine (o de no-cine): Gielgud y Peck son mostrados como talking heads («cabezas parlantes»), sobre las pinturas del artista Tom Philips –que figura como codirector del film— y sobre una recopilación de imágenes documentales diversísimas.
A este estilo, que reúne las expresiones de la publicidad, el cine, el video-arte, la plástica y la fotografla, se le suma un toque documental, con los equivalentes a las citas al pie de cualquier edición moderna de la Divina comedia. Greenaway elige los cuadros insertos en la parte inferior de la pantalla (recurso que luego utilizaría con dispar suerte en La tempestad) y en los que aparecen diversos especialistas —desde psicólogos y lingüistas a médicos y corredores de bolsa—, que comentan los momentos del poema.
Raúl Ruiz tomó una posición diametralmente opuesta a la de Greenaway para completar (con los cantos IX al XIV) el Inferno. En su fragmento, el director agrega una alegoría más a la inacabable alegoría de la Divina comedia e imagina al abogado Dante Flores (Francisco Reyes), que llega a Santiago junto a su amigo Virgilio (Fernando Bordeu), tras un prolongado exilio.
El director convierte a la capital de Chile en la dantesca Dite (o Dis), en la que los desaparecidos de la dictadura se levantan de sus tumbas y los cancerberos devoran cuerpos humanos, mientras los representantes de la burocracia comen en sus platos restos de las víctimas.
Ruiz intenta mostrar así lo que decíamos al comienzo: la alegoría de Dante es infinita y abarcadora. Ya veces uno quisiera que su infierno sólo quedara como un disfrute eterno, pero que no salga jamás de sus páginas inmortales.


Publicado en Escenario de Diario UNO el viernes 14 de junio de 2000
.

Para leer con los oídos



Por Fernando G. Toledo


«En el principio de los tiempos, tan dócil a la vaga especulación y a las inapelables cosmogonías, no habrá habido cosas poéticas o prosaicas. Todo sería un poco mágico. Thor no era el dios del trueno; era el trueno y el dios».
Del mismo modo que Jorge Luis Borges admitía en el prólogo a El oro de los tigres la necedad de encerrar el arte en formas intocables, Pedro Aznar ha abrazado «semejante responsabilidad» en Caja de música, el disco que recoge las grabaciones del homenaje al autor de El Aleph, realizado el año pasado [N. de la R.: se refiere al año 1999] en el teatro Colón y que consistía en poemas del escritor musicalizados por el ex Seru Giran.
Y es que pensar en darle otra sonoridad que la propia de las palabras a textos tan perfectos como una gema suele espantar de los puristas. Aznar espanta justamente a los puristas, pero también los miedos de los cautelosos y consigue 11 poemas musicales bellos como un instante de luz.
Hay una sensibilidad necesaria para tal proyecto y el autor de Fotos de Tokyo demuestra tenerla. Poeta también Aznar, se ofrece como un genial lector y hace de las letras de Borges una materia para volver a saborear, esta vez con los oídos, que oyen tantas cosas.
Inteligente y sutil, Aznar se adentra en el clima de cada texto y los hace sonar desde adentro, como una caja de música, justamente. Por eso conviven en las sonoridades desde el tango hasta el folclore, desde el pop hasta el hardcore y el blues, sin tapujos, porque el poema también quizá es primero que nada una música, violenta o mansa.
Y Aznar lleva todo a su lugar exacto. Tankas, por ejemplo, seis poemas breves bajo una forma silábica japonesa, son puestos también por Pedro bajo una sonoridad japonesa, la escala pentatónica que introdujera ya Mahier en su avasallante Canción de la tierra, durante la primera década del siglo XX.
Caja de música, con la conmovedora voz de Mercedes Sosa, recurre a la misma estratagema, pues ya Borges lo anuncia en el primer verso: «Música del Japón...».
Víctor Heredia, en una elegíaca interpretación, se une a la voz de Pedro para El gaucho, en otro de los tantos puntos altos del disco. Merecen también un párrafo aparte tres versiones más: H. O., con Jairo; Buenos Aires, el magistral autorretrato del escritor con el que también retrata su querida ciudad (y en la que brilla el bandoneón de Rubén Juárez) e Insomnio, una extraña versión punk del desgarrador poema que abre El otro el mismo y en el que las guitarras punzantes y la potencia del grupo A. N. I. M. A. L. llevan a Borges a terrenos sonoros impensados, pero seguramente válidos.
Aznar describe a los poemas de Borges como «miradas reveladoras del alma humana». Pero en su voz y por entre sus partituras, Caja de música lo demuestra, se aprecia ahora que el alma puede revelarse, también, con un sonido también revelador.


Publicado en Escenario de Diario UNO el 2 de julio de 2000.

La herencia de Tarantino


Por Fernando G. Toledo


Es inevitable remitirse al cine de Quentin Tarantino a la hora de ver Snatch, cerdos y diamantes, el último film del inglés Guy Ritchie. El parentesco formal es obvio y confirma un poco la gran huella que películas como Perros de la calle, y sobre todo Pulp Fiction, dejaron en las nuevas generaciones de cineastas.
Sin embargo, junto a las semejanzas, tampoco es difícil hallar las disidencias. La primera puede comprobarse una vez que la cinta termina: la herencia tarantinesca, hoy por hoy, parece ser sólo de forma y no de fondo. En estos cineastas, al menos en Guy Ritchie, no hay renovación, simplemente caminos que se continúan.
Snatch (que podría traducirse como “birlar”) narra fragmentariamente la historia del robo de un diamante, de una pelea arreglada, de un taimado boxeador gitano, de un perro con un juguete en su estómago y de un sádico mafioso que descuartiza a sus víctimas y que les da de comer a los cerdos sus pedazos. Todo eso se mezcla como un cóctel en medio de una historia en la que, como la cinta anterior del director, incluye juegos, trampas y varias armas humeantes, además de un final más o menos inesperado y una capacidad para mantener la atención durante las dos horas que dura el relato.
La comedia negra, el montaje rítmico, los chistes visuales, la narración discontinua y la voz en off marcan al film seguramente desde su concepción, en el sentido de que en cierta medida Snatch no puede pensarse sin todo el bagaje de edición posterior, sin la música que matiza las escenas o sin los encuadres extraños.
A la hora de revisar, en todo esto, el parentesco con el cine de Tarantino, habría que pensar más bien en un árbol genealógico encabezado por el director de Jackie Brown, y seguido por otros autores de menor jerarquía, como David Fincher, Danny Boyle y el propio Ritchie.
Si dejamos los antecedentes de lado, a Snatch le va un poco mejor: el relato ágil, el abanico de personajes (algunos simpáticos, otros insoportables, todos mala gente) y el refinamiento visual de la película no consiguen que Guy Ritchie sea un gran cineasta, pero sí que su segunda película tenga mucho encanto.

Publicado en Escenario de Diario UNO el 28 de abril de 2001

miércoles, 13 de julio de 2011

El sonido del dolor


Daniel Barenboim desató una polémica al interpretar en Israel la música de Wagner, el compositor preferido de Hitler


Por Fernando G. Toledo

«Cada vez que escucho Wagner me entran ganas de invadir Polonia». La frase es de Woody Allen y el chiste tiene mucho que decir acerca de un tema que ha disparado discusiones de todo calibre, desde que el sábado pasado el director de orquesta argentino-israelí Daniel Barenboim se animó a interpretar una partitura del «judeófobo» Richard Wagner en el Festival de Israel, en Jerusalén.
La osadía del músico dividió a la opinión pública israelí, sobre todo porque concretó una cuestión que había desvelado a la sociedad desde que, tras el Holocausto, se supo que Wagner era el compositor preferido de Hitler, quien además lo consideraba formador de su ideología y de cuya obra se había valido para musicalizar los campos de tortura de los asentamientos nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Las polémicas han abarcado todas las aristas: desde la independencia del arte de los hombres que lo crearon, hasta el sentido pan-germánico de las óperas wagnerianas, pasando por cuestiones que abarcan la libertad de expresión y la susceptibilidad de quienes no pueden separar su música del recuerdo de la shoah.

Principios democráticos
Abanderado de Wagner y propulsor de la interpretación de sus obras en Israel, Barenboim (nacido en la Argentina y criado en Israel) tocó el sábado como segundo bis un fragmento de Tristán e Isolda –ópera con temática amorosa del «genio de Bayreuth»—, a pesar de lo acordado con la dirección del festival.
El gran director se excusó diciendo que resulta «artísticamente importante» tocar las partituras del músico en ese país, y a pesar de que algunos israelíes aún relacionen lo wagneriano con lo nazi, estos no tienen «derecho a impedir que otros lo escuchen».
Esta decisión la justifica el lúcido conductor de orquesta y pianista al explicar que, el sábado, sólo cuatro personas del público reaccionaron contra la interpretación de Wagner, mientras que la mayoría se dedicó a escuchar. «Dejé decidir al público y sólo hubo cuatro personas que se opusieron. Ese es un principio democrático por el cual la mayoría decide», argumentó Barenboim. Además, la «idea fija» de llevar a Wagner a Israel surgió en este director cuando una vez, en el aeropuerto de Israel, oyó que el celular de un periodista local sonaba con la melodía de una ópera wagneriana. «Entonces supe que era posible hacerlo», confiesa el argentino-israelí.

«El arte va más allá»
Mientras que Gerardo Belinski, cónsul honorario de Israel en Mendoza. se resiste a opinar, aun de manera personal («No hay ningún comentario de la Embajada de Israel en la Argentina sobre e! tema», le dijo a este diario), el austríaco Nicolas Rauss, titular de la Filarmónica provincial, dice que si bien entiende que familiares de las víctimas de los campos de concentración se sientan dolidos, «el arte va más allá», y opina que a pesar del confeso antisemitismo de Richard Wagner, «nada asegura que él mismo hubiera estado de acuerdo con el Holocausto».
«Wagner no tiene nada que ver con los que usaron su música para tocarla en los guetos», recuerda Rauss, quien reflexiona además acerca de todos aquellos artistas a los que debería vetarse en este sentido si se tuvieran en cuenta sólo sus actitudes personales y no su obra.

Asociaciones obligadas
Desde la revista de Internet Hagshamá, departamento de la Organización Sionista Mundial, Gustavo D. Perednik se explaya largamente en un artículo sobre la idea de proscribir al músico de las instituciones oficiales de Israel. Aclarando que cualquier hebreo tiene derecho a escuchar óperas de Wagner, o incluso organizar conciertos con su obra, cuestiona que «el Estado de Israel, el estado del pueblo judío, subvencione ese arte» (el subrayado es del original.)
«Hay que ser muy ingenuo (...) para hacer caso omiso de las asociaciones que en nuestro espíritu generan los diversos aspectos de la creación humana», argumenta Perednik. «Sería inadmisible que alguien se pusiera a exhibir esvásticas bajo la excusa de que se propone rescatar el símbolo primigenio de esas cruces en la India antigua, donde aparentemente eran símbolo de fertilidad. Suponemos que aun el mismo Barenboim, vocero del wagnerismo contemporáneo, vetaría a quien hiciera gala de esvásticas debido a su ‘valor artístico’ o a la ‘belleza de sus formas geométricas’».
Más contradictorio es el autor a la hora de reflexionar sobre la independencia de las obras artísticas de los hombres que las crearon. La biografía de Wagner «no basta para suprimirlo de conciertos oficiales judíos», dice Perednik, pero aclara que «lo que su figura representó después de muerto es lo que lo hace impresentable en Israel». E insiste: «La música de Wagner trae hoy horribles recuerdos a los sobrevivientes del Holocausto, a quienes se la impusieron los torturadores en los campos de concentración. Es motivo más que suficiente para no repetirla públicamente en el país de los mártires».
El caso es tan complicado porque parte de algo extremadamente irracional. Hasta los filósofos más importantes surgidos después de la Segunda Guerra Mundial entendieron que, de por sí, la sola idea del Holocausto ya era una excepción de la perversidad humana. Al punto tal que (para los creyentes) su sola existencia pone en duda la certeza de Dios. «Existe Auschwitz (el más importante campo de concentración), por lo tanto no puede existir Dios», dijo alguna vez el pensador Primo Levi, víctima también del nazismo. Y es que, como piensa el estudioso argentino Eduardo Grüner, «no hay lugar en el universo para dos absolutos, y puesto que Auschwitz sin ninguna duda ha existido y sigue existiendo, el otro absoluto que es Dios tiene que ser una mentira».
Es complejo, entonces, analizar la cuestión. Sin embargo, el arte merece siempre una independencia extrema con respecto a sus creadores, e incluso una independencia con respecto a lo usos que de él se haga. El mal aprovechamiento de un cuadro de Picasso, por ejemplo, no debería poner en duda el valor artístico de su obra, ni vetarla a los ojos de cualquiera. Por eso es que Barenboim se anima a una reflexión para tener en cuenta: «Es una especie de victoria de los nazis que no se pueda tocar Wagner en Israel».



¿Quién fue Wagner?
La figura más importante de la historia de la ópera, Richard Wagner, nació en Leipzig el 22 de mayo de 1813. Más que compositor de óperas, fue un impulsor del drama musical, mediante partituras monumentales (para las que componía también las letras, basándose sobre todo en leyendas germánicas), y utilizó la unión de temas musicales con los personajes, para crear una identificación desde el sonido con la parte dramática. El leit motiv (tema conductor) fue uno de los recursos principales de sus obras.
El holandés errante (1843), Tannhauser(1845) y Lohengrin (1845) fueron sus primeras óperas. Pero su concepción cada vez más compleja de argumento y música hacía difícil la interpretación. Gracias al mecenazgo del rey Luis II de Baviera pudo componer lo que deseaba y se construyó en la ciudad de Bayreuth un teatro (que aún persiste) que pudiera acoger las enormes orquestas y las inmensas escenografías de dramas como Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Nüremberg (1867), Sigfrido, El oro del Rin (1869), El ocaso de los dioses (1876) y Parsifal (1882).
En 1850, Wagner publicó el ensayo El judaísmo en la música, en el que presentaba a los judíos como ávidos mercaderes y sugirió la idea de que los germanos deberían deshacerse de ellos. Hitler fue uno de los miles de admiradores de su obra, y encontró en ella una representación musical de su ideología devastadora.


Publicado en Escenario de Diario UNO el 13 de julio de 2011.

El paraíso perdido


Por Fernando G. Toledo

Con los logros visuales como una de las apuestas más poderosas y la pasión por la aventura como emblema, los estudios Disney entregan la cuota anual de fantasía animada con Atlantis: el imperio perdido, la cinta que aprovecha la fascinante leyenda de aquella mítica tierra-ciudad hundida de la que habló el mismísimo Platón.
Los directores Gary Trousdale y Kirk Wise proponen que las imágenes arrollen a los espectadores con una galería infinita de composiciones plásticas y, a caballo de un buen guión de Tab Murphy (el mismo de la animada Tarzán), Atlantis narra la historia de Milo Thatch, un iluso y joven estudioso de las civilizaciones antiguas que ha logrado descifrar los extraños signos que parecen haber pertenecido a la Atlántida, esta ciudad de la que jamás se ha podido probar su existencia, y que, según sus cálculos, queda cerca de Islandia.
Convocado por un acaudalado amigo de su fallecido abuelo, Milo recibe el célebre Diario de Shepherd, un manuscrito que describe con lujo de detalles las particularidades de aquella ciudad.
Junto a un grupo de aventureros reunidos por el millonario, Milo viaja en busca de Atlantis, sin saber que sus compañeros tendrán como único objetivo arrebatar la fuente de energía, que al parecer dotó a aquella civilización de un desarrollo cultural pasmoso.
Narrada con un ritmo vertiginoso que no escatima detalles (como la creación de un idioma "atlántico”) ni mensajes ecologistas, Atlantis aprovecha notablemente las señas dejadas por el mito y las completa con una bella historia de amor entre Milo y una sagrada habitante de la ciudad descubierta bajo las aguas.
La semejanza formal con films de aventuras como la saga de Indiana Jones, La guerra de las galaxias o Viaje al centro de la Tierra le cabe muy bien a la cinta, que anota una virtud más: permitirse crear un crisol interesante de personajes contradictorios (no es el caso de Milo), aunque deje a muchos de ellos desprovistos de profundidad dramática.
Si el guionista de Atlantis aprovecha, como se dijo, de gran manera la leyenda para construir una historia atractiva, también vale decir que se permite una licencia: darle a la ciudad hundida una cierta apariencia de paraíso perdido, y por consiguiente, de Edén recuperado por el protagonista, quien encuentra bajo las aguas lo que en la superficie es imposible: la felicidad. Como se ve, el hiperrealismo de las imágenes del film tiene su correlato en cierta idea que hoy por hoy también abunda. Muy a nuestro pesar...

Publicado en Escenario de Diario UNO el 7 de julio de 2001

Una cárcel reconocible


Por Fernando G. Toledo

Allí enfrente está el escenario y encima de él, dos de las figuras más populares de la escena nacional. Y sin embargo, hay algo que incomoda, que produce escozor, que provoca una risa amarga y un dejo de pudor si de reírse con toda la boca se trata.
En El prisionero de la Segunda Avenida (se presentó el sábado y el domingo en el teatro Gran Rex), Neil Simon narra una historia cotidiana de un matrimonio neoyorquino que sobrevive a los duros años ‘60. Alex (Carlos Calvo) tiene 47 años y acaba de quedarse sin empleo. Por eso está iracundo, insoportable, y se las agarra con los vecinos, con un perro que ladra y hasta con su mujer, Any (Georgina Barbarossa), la única que lo soporta y lo mima.
En ese marco desesperante, en el que la ciudad acosa a todos con la violencia y los asaltos, y en el que la falta de dinero comienza a carcomer los cimientos de dos personas felices por su pertenencia a la clase media, Calvo y Georgina aportan, más que la composición, la adecuación de los personajes a sus propios caracteres. Los papeles no exigen otra cosa y Norma Aleandro, la directora, sabe amoldar el carisma de ambos a las paredes de ese departamento asfixiante de la Segunda Avenida. El problema físico de Calvo (sufrió una hemiplejía) es excusado por un supuesto accidente de su personaje y Georgina entrega en despliegue corporal todo lo que le falta a su compañero.
Las cuatro escenas parecen hacer avanzar una historia que, en realidad, está estancada. No hay salida, sólo anécdotas: en un momento Any consuela a Alex, en el otro se invierten los roles. Aparecen los hermanos de Alex y hay una simpática y amarga escena final. La identificación con la realidad actual de nuestro país es tristemente ineludible, y si a veces el ritmo decae por cierta displicencia en la utilización del espacio escénico, los dos actores sostienen en sus cuerpos esa pesadumbre que está en el texto, está en la cárcel de la Segunda Avenida, pero también de este lado, en estos tiempos, en esta realidad.


Publicado en Escenario de Diario UNO el 3 de julio de 2001.

Crecer les sienta mal


Por Fernando G. Toledo

Rugrats en París. Título original: Rugrats in Paris. Dirección: Stig Bergqvist y Paul Demeyer. Guión: Atiene Klasky, Gabor Csupo y Paul Germain. Origen: EEUU. Año: 2000. Género: Comedia animada.

Personajes queribles como pocos, plagados de riquezas espirituales y paradigmas de los que habitan la infancia (la “patria del alma”), los Rugrats han encantado a buena parte del planeta desde su aparición, en la señal infantil Nickelodeon.
Cuando hace un par de años la banda de bebés traviesos saltó a la pantalla grande, los papás (esos que acompañan gustosos a sus hijos al cine para estas ocasiones) experimentaron una mezcla de sentimientos, un poco porque se sumaba un nuevo personaje a la saga (el bebé Dil) y otro tanto porque —quién sabe por qué— el sabor no era el mismo.
Rugrats en París viene a demostrar cuánto encanto puede perder esta serie animada creada por Klasky y Csupor cuando (como los niños) le toca crecer, en este caso en dimensiones de pantalla. La historia lleva atropelladamente a los chicos todos, junto a sus papás, al París del monstruo preferido de los bebitos, Reptar.
Pero aquello que parece esencial en el concepto de los Rugrats desaparece en la cinta, y es esa enorme dimensión que alcanza cada personaje (Carlitos, Tommy, Fili y Uli, hasta Firulais) con el correr de los capítulos. En este caso, el ansia de apostar a mayores trabajos de imágenes (respetando, eso sí, el carácter caricaturesco y antirrealista del dibujo) parece eclipsar el desarrollo de las personalidades de los niños.
Por si fuera poco, otro de los puntales del éxito de la tira (cómo los chicos inventan su propia aventura, con esa magnificación que su inocencia infantil hace de lo cotidiano) desaparece aquí, para dar paso a problemas reales, pero mucho menos atractivos.
Que se centre toda la historia en la búsqueda de una mamá para Carlitos, con el peligroso vuelco hacia lo sentimentaloide, termina de redondear lo fallido de esta incursión de los Rugrats en el cine. Eso sí: nada hace olvidar las hermosas aventuras en pañales que estos chicos ofrecen, día a día, en la tele, un paraíso más acorde con el tamaño de sus protagonistas.

Publicado en Escenario de Diario UNO el 14 de julio de 2001.

Vientos de progresión


Por Fernando G. Toledo

Hay un sonido que parece estar en un susurro, pero quiere gritar de nuevo: el rock progresivo, que nació allá en los ‘70, aún no muere. Y eso es lo que quieren demostrar los Zonda Projeckt, el grupo mendocino que se presenta esta noche a las 22.30, en el café Soul (San Juan 456, Ciudad).
Rock sinfónico, progresivo, rock arte: todos estos rótulos se adhirieron a la maravillosa música de grupos como King Crimson, ELP, Yes, Soft Machine, Genesis y tantos otros grandes de la historia de esta música.
Sin embargo, y a pesar del crecimiento que significó el aporte de esta música al rock, de pronto su poder, que parecía enorme y complejo, se atenuó. El advenimiento del punk y la new wave hicieron lo suyo en este sentido. Sin embargo, aun desde el lugar de los pequeños círculos, el legado fue continuado por algunos, y los mismos Crimson siguieron regalándole al mundo discos maravillosos.
“El género progresivo ha desaparecido en el ámbito local, pero no en el internacional” cuenta Ernesto Vidal (bajo), quien junto a Tuti Vega (batería) fundó el Zonda Projeckt en setiembre de 2000, con Sebastián Rivas como guitarrista de esa primera formación. “El progresivo es una variante más artística o más culta dentro del ambiente del rock, un género aplacado y concentrado que quizá exige más del oyente que la música easy listening (de fácil escucha) que predomino hoy”, se resignan a dúo Vidal y Vega.
Sin embargo, conscientes de que (como grupos escandinavos del tipo Anekdoten, Landberk o Anglagard) es posible continuar con la herencia, desde estas tierras desérticas se animan a hacerlo. Algo que los ayuda es el auxilio del integrante que hace poco se sumó al trío, tras la salida de Rivas, y que le ha hecho aportes decisivos al sonido de Zonda Projeckt: Mario Mátar (guitarras). “La inclusión de Mario le dio al grupo un toque más ‘volado “, y más representativo con lo progresivo de los ‘70. Antes era más metalero”.
Vidal (quien también conduce el programa radial La progresión) está convencido de que cultivando este género no les será fácil llegar al gran público: “Hemos elegido el camino difícil, pero no renegamos de eso. El objetivo, igualmente, sigue siendo grabar un disco (esta noche presentarán, justamente, un adelanto de la placa), y que la gente conozca lo que hacemos, que es lo que nos va a dar más satisfacción “. Es un sueño que, de seguro, tiene en estos músicos tres excelentes razones para ser también una progresiva realidad.


Publicado en Escenario de Diario UNO el 3 de agosto de 2001.

Contradicción sofisticada




Por Fernando G. Toledo


Swordfish
empieza con una ironía sospechosa: un comentario cinematográfico a Tarde de perros, film de 1976 al que Gabriel Shear (John Travolta) le critica cierta falta de espectacularidad que hoy sería impensable. Plantar desde la primera escena a una película en el estricto terreno de lo cinematográfico parece un buen signo. La clave sería mantener ese espíritu en los 100 minutos de la historia.
Fantasía caótica y petulante, Swordfish narra la historia del hacker Stan Jobson (Hugh Jackman), quien debió pagar con prisión su burla a un sistema de segundad prohibido y ahora es contactado por el misterioso Gabriel y su bella coequiper Ginger (Halle Berry), para una misión que le deportará el dinero suficiente para aspirar a pagar un abogado que le permita ver a su hijita.
El asunto se complica cuando Jobson descubre que el dinero que quiere conseguir Gabriel a través suyo pertenece a fondos ilegales del gobierno: miles de millones de dólares que pondrían en peligro a cualquiera.
Las dosis de efectos especiales al estilo Matrix, las adrenalínicas persecuciones automovilísticas y el derroche de trajes Armani le dan a Sworfish un toque de sofisticación que no oculta su torpeza narrativa. Así como la obvia inspiración en Los sospechosos de siempre no se ve recompensada por ningún hallazgo estético, el injerto de discurso político de algunos fragmentos del film se plaga de contradiciones obvias (la cinta critica la corrupción polftica, pero acentúa la felicidad del protagonista gracias al enriquecimiento con dinero de los maleantes), que creíamos serían evitadas, a juzgar por el interesante prólogo sobre Tarde de perros.
En su reciente visita a la Argentina, Hugh Jackman no tuvo empacho en calificar de “simple y pasatista” a este film tan exuberante como entretenido. Si ese desenfado hubiera sido una premisa de Sena, quizá Swordfish tendría un encanto diferente, un efecto más duradero en la memoria de los espectadores.

Publicado en Escenario de Diario UNO el 18 de agosto de 2011

El reinado de la fusión



Por Fernando G. Toledo


La gran música, se sabe, es inmortal. Esa perennidad de las melodías clásicas (las de Mozart, Beethoven, Bach) es fuente de inspiración de las generaciones de músicos de todos los tiempos. En tiempos de fusión, era inevitable que esas partituras perfectas —e imperfectibles— sucumbieran ante la tentación de ponerlas bajo el sudor sin par del flamenco, la música de raíces arábigas y propiedad de nuestra madre patria, España.
El encargado de llevar a cabo esta empresa en Fantasía flamenca es Gustavo Montesano, argentino radicado hace tiempo en Madrid (y ex integrante de los grupos Crucis y Olé Olé) y guitarrista virtuoso que ha puesto aquí su instrumento al servicio de una tarea interesantísima. Junto a la Royal Philharmonic Orchestra de Londres (conducida por Carlos Gómez), Montesano le pone palmas, jaleos y guitarras a melodías celebrísimas como la Sonata «Claro de luna» (Beethoven), la Sinfonía Nº 40 (Mozart) o el Bolero (Ravel), consiguiendo un resultado sorprendente, que el mismo músico justifica en la idea de que estos compositores fueron influidos por la música del Cercano Oriente, la misma que derivó, luego de la invasión de los moros a la península Ibérica, en el flamenco que todos conocemos. Claro que esta osadía tiene su precio. A riesgo de sonar purista, es evidente que nada suena mejor que la música tal y como la concibieron sus creadores. La muestra aquí está en que lo único que queda es la melodía pura, casi desvirtuada, y en las sucesivas pasadas del CD, llega tarde o temprano la monotonía. Un precio módico para la sorpresa que ofrece en los primeros acordes este disco para tener en cuenta.

Publicado en Escenario de Diario UNO, el 8 de junio de 2001.

El cine falaz


Por Fernando G. Toledo

Dirección: Michael Bay. Con: Ben Afíleck, Josh Hartnetl, Kate Beckinsale. Guión: Randall Wallace. Producción: M. Bay y Jerry Bruckheimer. Origen: Estados Unidos. Año: 2000. Género: Drama.


Canto fútil al orgullo estadounidense, burda banalización comercial y tendenciosa mirada a la Historia, Pearl Harbor es una muestra más de la megalomanía inescrupulosa que anida en las mentes de algunos de sus millonarios artesanos cinematográficos.
Michael Bay ha encontrado con esta narración el mejor molde para volcar su chauvinismo de pacotilla, luego de Armageddon, que a este propósito resultó un ejemplo tan burdo (con el pueblo yanqui salvando al mundo entero del choque de un corneta) que ni siquiera mereció demasiada atención.
Gracias al gran oficio del guionista Randail Wallace (el mismo de Corazón valiente) y la derrochona producción de Jerry Bruckheimer, Pearl Harbor es un film de tres horas que pasan volando, pero que aburre por abuso de sermones pueriles, obvios, engañosos. La historia del brutal ataque japonés a la base estadounidense en Hawai, en 1941, cuando la guerra desatada en Europa quería ser evitada por los Estados Unidos, es apropiada por Bay & Cía. para servir a una historia de amor mil veces filmada y aquí mucho peor contada: dos amigos —Ben Affleck y Josh Hartnett— se enamoran de la misma mujer —Kate Beckinsale—, y bla bla bla...
Ese esqueleto “romántico”, que sirve a Bay para remarcar los mil veces remarcados valores de la amistad, el compañerismo y la entrega, tiene como complemento el himno a la gesta heroica de algo patético: la venganza que los estadounidenses propinaron a los japoneses por tamaña agresión.
La figura de Franklin D. Roosevelt (Jon Voight) es la animadora de esta vendetta, y la que alienta a salvar el honor yanqui, mancillado por una “traición” que en realidad sirvió al país del Norte de excusa para entrar de lleno a la contienda mundial.
Y si el film se esconde detrás del drama romántico y de la narración bélica (con grandes efectos especiales incluidos), la cuestión termina siendo mucho menos inocente de lo que parece. Para muestra, basta reparar en la demonización que se hace de los japoneses, al tiempo que se muestra la “valiente” represalia estadounidense del ataque a Tokio, comandado por el teniente Doolittle (Alec Baldwin). El problema radica en que nunca se menciona la verdadera venganza, que llegaría después y de manera más innecesaria: las bombas atómicas a Hiroshima y Nagasaki.
Pero, a esta altura de la posmodemidad, qué tanto debería importar lo tendencioso de un mensaje, si la obra que lo sustenta posee algún mérito. Ideologías opuestas aparte, baste recordar una maravillosa pieza cinematográfica como El acorazado Potemkin para entender que el buen arte excede su propia idea política. Pero Pearl Harbor es cine falaz: porque como film es intrascendente y como propaganda ideológica es precaria y burda. La única oportunidad que le resta a la cinta es ser un buen negocio. Y, quién sabe, a esta altura de la posmodemidad, quizá esa sea la verdadera ideología.
Publicado en Escenario de Diario UNO el 16 de junio de 2001.

La biblia del cine


Por Fernando G. Toledo

Historia del cine, de Román Gubern. Barcelona, Lumen, 1999. 567 páginas.


Biblia de cinéfilos y cineastas, texto ineludible de la historia cinematográfica en castellano, la Historia del cine del catalán Román Gubern es ya un clásico, que Lumen reedita en un volumen accesible, cómodo y actualizado. El dato viene a cuento porque la primera edición de esta Historia… es de 1969, y aquí se conoció en tres célebres tomos, de gran tamaño y profusión de fotografías, además de un elevado precio.
¿Cuáles son la razones de que este repaso por el devenir del séptimo arte sea tan importante y reconocido? La respuesta es lógica: porque se trata de un texto riguroso, rebosante de información y escrito con la excelente pluma de Gubern, quien evita la prosa artificiosa pero a cambio propone un ritmo narrativo digno de un film de Spielberg.
Paseando con la misma eficacia por los aspectos técnicos y los logros estéticos de la historia cinematográfica, el libro se permite analizar meticulosamente corrientes, autores y Films. Gubern (Barcelona, 1934) es doctor en Derecho e investigador de los medios audiovisuales, y sus textos son consulta habitual de quienes se interesan por la imagen. La televisión, Godard polémico, La mirada opulenta y el reciente El eros electrónico son algunos de los títulos que ha ofrecido este catedrático a los estudiosos del cine y la TV. Pero Historia del cine es su obra más importante y la que mayores elogios le ha deparado. Y es que en ella ha conseguido la convivencia de una pasión y la precisión de una reflexión filosófica. «Al igual que el hombre creó la imprenta, pero la imprenta, por medio de los libros, contribuyó a crear al hombre moderno, así el hombre moderno ha creado el cine, pero el cine está haciendo al hombre de hoy», reflexiona Gubern en la introducción de esta Historia… Nada más exacto y perfecto para este libro: narra el devenir del cine y, para los cinéfilos apasionados, su lectura forma parte del cine mismo.

Publicado en El Altillo, de Diario UNO, el 10 de junio de 2001.

martes, 12 de julio de 2011

No pasa nada



Por Fernando G. Toledo

Hollywood premió un año más su producción en serie y eligió como última mejor película del siglo a Shakespeare apasionado, demostrando que deberá esperarse hasta el tercer milenio para que algún atisbo de la sensatez que se le ha reclamado asome por su glamorosa ceremonia.
Esta ha sido la premiación más demagógica, pero también la más polémica. Claro: Spielberg es considerado el mejor director, pero ya que Shakespeare… consiguió tanto éxito en las taquillas y la compañía Miramax generó tan buen trabajo de prensa, la Academia de Hollywood prefirió conformar a ambos bandos con estatuillas dudosamente duplicadas (¿la mejor película no la hace el mejor director?).
Por otra parte, a pesar de que The Truman Show es uno de los mejores guiones originales de los últimos tiempos (cuando no la mejor película), la falsa intertextualidad de Shakespeare… obnubiló a los premiadores y generó una más de las tantas deudas históricas que pasan a acrecentar el déficit artístico del oficialismo hollywoodense.
Fue una ceremonia en la que Benigni (creador de una película sublime, profunda y poética como La vida es bella) jugó demasiado su papel de tano simpático al que los yanquis le hacían la venia y puso su talento de payaso al servicio de promocionar su propio personaje, lo cual –aun a pesar de su simpatía arrolladora– jugó en contra de su credibilidad.
Fue el año en que La delgada línea roja demostraba cómo, desde dentro del sistema, puede construirse una obra personal y salida de los moldes, pero nada de eso merecía otro premio que las nominaciones.
Fue, finalmente, el año en que a ese gran director que fue Elia Kazan se lo debió premiar como si nada pasara. Sin que ningún discurso reflejara la contradicción que despierta su figura (delatora de los comunistas en tiempos del maccartismo), y sólo los más convencidos se resitieran a aplaudirlo. Este es el Hollywood que premia a Shakespeare apasionado para que sólo los más convencidos se resistan a aplaudirlo. Este estado próximo a la hipocresía es el que ha elegido Hollywood para legar al milenio que ya nos aborda.


Artículo publicado el martes 23 de marzo de 1999, en el suplemento Revista de Diario UNO, a propósito de la 71ª edición de los premios Oscar.