martes, 2 de agosto de 2011

Almorzando con Juan Gelman



Juan Gelman, según Jaime Suárez.


Por Fernando G. Toledo

Apenas apoya el pie sobre el césped quebradizo lleva la mano al bolsillo de su chaqueta de color marrón claro y saca un paquete de cigarrillos. Golpea el atado de Benson & Hedges, extrae el cilindro blanco, lo enciende y ya parece que puede hacer lo que sea.

Pasan días helados por Mendoza, pero el sol de las dos de la tarde parece una excepción y, detrás de unos lentes oscuros, Juan Gelman entrevé los rayos por entre los altos pinos y lanza una bocanada de humo, nos mira y nos sonríe.

Él y yo.

En La Estancia, vieja casona patronal de la bodega Filipini, la Municipalidad de Godoy Cruz nos ha invitado para, quizá sin saberlo, cumplirnos un sueño: almorzar con el poeta más relevante de nuestra lengua. Por ahora no nos detenemos en ese privilegio: aquí estamos, cinco o seis periodistas de Mendoza que también somos escritores (mayoría de poetas), y por eso se nos regala esta oportunidad de sentarnos codo a codo junto al autor de Gotán y escuchar lo que tenga ganas de decirnos o, mejor aun, preguntarle lo que nos animemos a preguntarle.

Gelman podría ser tan buen humorista como poeta, a juzgar por sus constantes bromas.

Es el mediodía previo a su recital Del amor, con el que junto al trío de Rodolfo Mederos ha venido a desgranar sus poemas en el teatro Plaza. El intendente godoicruceño Alfredo Cornejo preside la mesa y tiene a un lado a Gelman y del otro a Mederos. Otro privilegiado es, y lo sabe, y por eso advierte que debe irse pronto, así que dejará su lugar a otro afortunado más tarde. El sitio será muy valorado, puesto que el poeta habla en tono bajo, rasposo, y anticipa a los presentes que si no les molesta almorzará como corresponde, aunque ello no le impida hablar. El menú ofrece una entrada exclusivamente de verduras y Gelman exclama: «Voy a decir lo que decía mi viejo: ¡sáquenme este pasto de acá!». El mozo sonríe y le cumple el pedido, así que mientras el resto recibe de buen agrado los tomatitos y la lechuga, él tiene frente a sí el vapor que despide un sabroso pollo al disco.

Los que se ven y los que no en esa toma: Luis Ábrego, Ulises Naranjo, Miguel García Urbani, Rodolfo Mederos, Alejandro Frias, Juan Gelman, Fernando G. Toledo, Patricia Rodón, Rubén Valle.

Pronto nos animamos a colarnos entre los bocados. Ulises Naranjo, del diario MDZ, le explica que estamos junto a él un grupo de periodistas-escritores y que en Mendoza, a fines de los 80, muchos de ellos, junto a otros más, coincidieron en diversas actividades poéticas. Y otros incluso, faltaba decir, supimos darnos cita en un tiempo bajo el techo de Diario UNO, rareza que Gelman celebra: «A mí me parecería un excelente criterio contar en mi diario con buenos escritores». Naranjo y Rubén Valle, de Los Andes, le traen a colación que además, por aquel entonces, el recordado poeta Fernando Lorenzo ejerció como una especie de padrino de escritura, también en la misma redacción. A Gelman le suena el nombre, y por las dudas todos le decimos que está prometida una edición de sus obras completas y, creo, nos imaginamos al autor de Cólera Buey leyéndolo.

Pronto se me ocurre preguntarle por su propia escritura, que todos reconocemos últimamente muy frondosa, y Gelman sonríe de costado. «Yo voy escribiendo y escribiendo, no me fijo en nada más. Después de un tiempo, reviso lo que escribí, y saco todo lo que no me parece poesía. Y ahí hay un nuevo libro», cuenta. También me intriga saber cuáles son sus rituales: ¿escribe en papel, en máquina de escribir, en computadora? «En computadora: es mucho más rápido», revela. Y aprovecha para confesar entre risas, y en referencia a la brevedad de algunos poemas recientes o a lo que permite la escritura de los mismos: «Además, yo soy poeta también porque soy vago».

Cuando le resalto una característica propia de sus últimos libros, por lo menos de Incompletamente a esta parte, no parece darle mucha importancia: llaman la atención que la gran mayoría de los verbos de esos poemas estén conjugados en tiempo presente. «La verdad, me salen en tiempo presente, nada más. Pero no estoy rompiendo ninguna virginidad con esto, no estoy haciendo algo novedoso ni vanguardista, sólo me siento a escribir y me salen de esa manera. Se me imponen», asegura.

Al decir que «se le imponen», resalta alguien por ahí, se presupone el tema de la consabida «inspiración». «Pero es que uno no escribe cuando quiere, sino cuando la poesía quiere», dice Gelman, dando por sentada una concepción casi órfica de la lírica, que ya había postulado el día anterior en el Concejo Deliberante de Godoy Cruz: «La poesía golpea a mi puerta y, aunque yo sé que ella se ha acostado ya con 400 mil poetas y lo seguirá haciendo, igual le abro. ¿Cómo la voy a rechazar?».

Prueba de que la poesía maneja, como una dama seductora y esquiva, los hilos de su propia escritura es, para Gelman, el hecho de que muchas veces ha estado «sin poder escribir. Una vez me pasó que pasé mucho tiempo sin hacerlo. Yo me había puesto a escribir un poema y no me salió. Así que me fui a dormir. Tiré, muy enojado mis zapatos y me acosté pensando que había dejado de ser poeta».

Gelman sopa su pan en el jugo del manjar que tiene ante sí y repite un concepto que también resaltó el día anterior. «Yo estoy en contra de las etiquetas de los críticos en cuanto a mi poesía. Por comodidad dicen: “éste es vanguardista, éste es futurista”… yo no creo en eso». El ejemplo que había ofrecido poco antes, con sutil inquina, era el siguiente: «Una vez un crítico detectó que yo me estaba pareciendo a los vanguardistas porque había utilizado en mis poemas la palabra “nervio”. ¡Pero esa palabra ya la usó William Blake y muchos poetas posteriores a él!».

A Patricia Rodón, del diario digital MDZ, le interesa mucho que hable de los temas comunes en su poesía y Gelman dice: «Hay obsesiones, más que temas. Yo creo que lo que sucede es que se combinan la expresión y la obsesión: en un momento se intensifica una y baja la otra, y cuando llega el punto en que se cruzan, se equilibran, sale una buena poesía».

La proximidad de su recital y la franqueza con que nos habla nos lleva a preguntarle por si le gusta realmente leer en público. «No», dice para nuestra sorpresa. «El problema es que leo y mientras lo hago me doy cuenta de que hay cosas que escribí que no me gustan… ¡pero tengo que seguir leyendo!».

Para el final, casi, queda una larga pregunta acerca de su popularidad, de cómo la sobrelleva, de si le gusta firmar libros y sacarse fotos como una estrella de rock. Sólo nos responde con un gesto de desaprobación o resignación. «Pero a usted, maestro, lo aprecia mucha gente: tanto la que conoce sus poemas como la que no lo ha leído nunca». «Sí, claro, especialmente me quiere la que no me ha leído nunca», remata, para dar terminada una charla cuyo epílogo serán las sonrisas, las firmas en ejemplares, los obsequios en forma de libro y las fotos junto a él. Esas fotos que se guardan como un correlato visual de lo que reverbera todavía: las dos horas junto al poeta que tanto hemos leído y que por eso queremos.

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