domingo, 5 de diciembre de 2010

Yes: la leyenda progresiva tocó en Mendoza

Steve Howe, Benoît David, Alan White, Chris Squire y Oliver Wakeman: Yes en tiempo presente.
Por Fernando G. Toledo Y entonces, saltó la térmica. No era para menos: estaba Yes en Mendoza, estaba allí la banda de rock más célebre que haya pisado jamás suelo mendocino, y de golpe la mitad de los instrumentos se quedó sin sonido. Pero apenas fue una anécdota para un show que es historia. Porque un Bustelo a medio llenar recibió nada menos que a la agrupación más emblemática del progresivo sinfónico, a la banda que regaló algunos de los más hermosos discos de los años ’70, la que incursionó en el pop y que cambió para siempre el estatus del rock para llevarlo a la categoría de música culta. El Yes que tocó en el Bustelo tiene algunas bajas entre sus miembros más célebres, pero eso no es novedad para el grupo. De hecho, aunque ni el emblemático Jon Anderson ni el tecladista Rick Wakeman fueron de la partida, es cierto que ya antes Yes ha grabado y tocado sin ellos. Pero la columna vertebral estaba allí: el bajista Chris Squire (único miembro del grupo que estuvo en todo disco firmado con la rúbrica Yes), el guitarrista Steve Howe (que ingresó a la banda en 1971 y la abandonó en 1982, para regresar en 1995) y el baterista Alan White (quien entró en 1973 al grupo). Junto a ellos, el ex miembro de una banda tributo a Yes, Benoît David, tomó el difícil papel de reemplazar a Anderson subido al don de su voz, muy similar a la del legendario cantante. Y, además, Oliver Wakeman, hijo del tecladista Rick, tomó el lugar de su padre provocando un singular efecto emotivo.
Un desafío conocido
El show arrancó nada menos que con Siberian Khatru, la pista de cierre de la cima creativa de los Yes (Close to the Edge, 1972), y eso bastó para poner en claro que David podía simular la gran ausencia de Anderson. Además de su voz que parece calcar la de su ídolo, el canadiense aportó, además, una buena presencia en el escenario, pases de baile clásico incluidos. Este Yes, sin Anderson, polémico por ello mismo, se permite libertades que años antes habrían parecido escandalosas. Por ejemplo, interpretar una canción del infravalorado disco Drama (1980), el único que contó con otro cantante (Trevor Horn). Tocar entonces, Tempus Fugit (tema de cierre de aquel álbum) era todo un guiño que parecía decir: «no es la primera vez que Yes prescinde de Jon». Pasado el corte de energía, que sirvió para un impresionante set de Howe, llegó otra sorpresa. Es que el grupo interpretó el mayor hit de la banda, Owner of a Lonely Heart, un tema de la etapa en la que el grupo se desvió de su estilo progresivo para bucear en el pop, cuando Trevor Rabin desplazó a Steve Howe del grupo (y éste, curiosamente, se fue a hacer también rock comercial junto al combo Asia). Yes está hoy más allá de los egos y puede mirar toda su historia sin avergonzarse de ninguno de sus episodios. ¿El dato? Howe dedicó la canción justamente a Anderson y jugueteó en medio de los solos formando un corazón (solitario) con sus dos manos. Por lo demás, Yes paseó por temas de discos que fueron desde Time and a Word (Astral Traveller) hasta 90125 (el mencionado Owner…), tocando gran parte de su The Yes Album (I’ve Seen All Good People, Perpetual Change, el cierre con todo el público junto al escenario en Starship Trooper), de Fragile (Rondabout, un infaltable, y el inmenso Heart of the Sunshine, que arrancó al público lágrimas de emoción), y de Close to the Edge (no faltó el extasiante And You and I).
Canción a canción
I’ve Seen All Good People, segundo tema de la noche tras el calor que dejó Siberian Khatru, fue para quien esto escribe la confirmación de David como digno reemplazo del cantante original de Yes. A una canción tan emblemática y en la cual los arreglos vocales juegan el papel principal no cabe más que considerarla un desafío para todo aquel que no se llame Jon Anderson. Pero, incluso con los problemas técnicos que empezaban a complicar la interpretación, David pasó airoso. Por eso resultó una decisión inteligente de la banda tocar de inmediato una canción con tanta carga simbólica como Tempus Fugit: porque significaba hacer honor a la historia en la que Yes, alguna vez, sacó un disco sin Jon Anderson mejor que algunos en los que participó el genial vocalista. En esta ocasión, la cuestión instrumental sin embargo funcionó mejor que la de las voces, debido a cierto desacople entre los coros de Benoît David y Chris Squire en los versos «You were keeping your best situation / An answer to Yes». Nada grave, al menos para quienes ya estábamos extasiados por el modo en que este Yes de tiempo presente estaba sonando. Llegaron entonces los problemas graves de sonido. Primero hubo un remezón al notar que lo que empezaba a sonar era Astral Traveller, canción de Anderson que no sólo está en Time and a Word, el disco previo a la etapa dorada de Yes, sino que en ese entonces Howe no estaba en la banda. Pero eso no fue nada: el guitarrista, a cargo del inicio del tema ayudado por la consola de sonido (que permite un crescendo sonoro), comenzó a hacer gestos de que algo raro pasaba. Luego se sumó David y Oliver Wakeman, quien oprimía sus teclas sin que sonara nada de su enorme set. Así que Squire miró a White y detuvieron la interpretación. «Estamos provocando demasiada electricidad juntos, Mendoza», dijo Benoît David: al parecer, algún problema eléctrico entre bambalinas obligaba a estos monstruos del rock a parar el show. El bajista puso sus dotes de humor y dijo: «Bueno, ¿alguien quiere subir a contar un chiste?». Así que la banda recurrió a quien sabe de esto: Steve Howe. No para arreglar los cables quemados sino para tomar sus cuerdas y llenar el forzado silencio con un pequeño set acústico. Se sentó en medio del escenario, entonces, y desgranó 10 minutos de música magnífica que incluyó prodigios de las seis cuerdas como The Clap, Second Initial y atisbos de In the Course of the Day. Trascartón, arreglados los problemas, reiniciado el tema antes interrumpido, Astral Traveller, éste permitió un soberbio y largo solo del maestro Alan White que fue aplaudido de pie. Y luego sonó Perpetual Change, tema de cierre de The Yes Album, con un David y un Squire ahora sí congeniando bien en el «inside out / outside in» que canta la canción. Y llegó entonces el tramo final del show, y el que iba a establecer definitivamente el hecho de que este Yes no deshonra la historia. Y lo hizo interpretando algunas de las más hermosas y complejas canciones que la banda dio a luz. Primero, Howe tomó su guitarra fija en un atril para rasgar los acordes iniciales de And You and I, canción de inmarcesible belleza que lo vio cambiar de guitarra dos o tres veces y ofrecer penetrantes solos en guitarra slide. Aquí, Oliver Wakeman puede decirse, además, que tuvo su gran momento, con un solo en teclas diferente al que su padre trazó para el original, pero en el que mostró su buen gusto y delicadeza. Sin tiempo para que el público se repusiera de tamaña emoción llegó el que, para quien esto firma, fue el punto más alto del show. No podía ser de otra manera: sucedió con Heart of the Sunrise, verdadera maquinaria que lleva al oyente a un paseo irresistible, desde los primeros y violentos acordes iniciales hasta el lirismo de las partes medias, para combinarlos al final en un cierre perfecto. Y perfecta fue la interpretación, en la que en el inicio Squire puso al frente su bajo Rickenbacker para taladrar con la introducción del tema, seguido a pie juntillas por White. Howe siguió haciendo de las suyas y Benoît David dejó en claro definitivamente que, después de Anderson, es el mejor Jon Anderson posible. Para la canción más bella de Yes después de Close to the Edge, era necesario un cantante así. El concierto debía seguir, aunque muchos ya estuvieran en una especie de éxtasis sonoro, y otra vez el buen tino de estos viejos músicos eligió lo correcto. Pues, ¿cuándo iba a ser el momento para meter en medio de esa seguidilla de temas de la línea progresiva, un tema pop? Bueno, justo después de Heart of the Sunrise. Y allí llegó el que, por esas burlas del mercado, es la canción más exitosa de Yes: Owner of a Lonely Heart. Howe no sólo la interpretó, cosa de por sí relevante luego de rehuirle por años debido a que es obra de Trevor Rabin, el guitarrista que ocupó su puesto cuando el inglés dejó la banda, sino que la dedicó a Jon Anderson y le dio un marcado toque propio al solo final. Y sonó de maravillas, permitiéndoles a los fans de la veta progresiva de Yes cantarla y disfrutarla como tampoco ellos antes, quizá, se habían permitido. Para el final quedaron dos de las gemas más aplaudidas del grupo. Roundabout puso de nuevo a Howe entre las cuerdas que mejor maneja, a Squire punzando su bajo de manera impecable, a White siguiendo el paso con sus últimas fuerzas y a Oliver sacando a relucir sus astillas del mismo palo. Y a Benoît, enfundado en una camiseta de la Selección Argentina de Fútbol, invitando, de una vez por todas, a corear de pie la canción. El poder de esa canción en vivo obligó al pedido de bis que llegó nada menos que con Starship Trooper, en la cual el grueso del público ya había abandonado sus asientos y se encontraba junto al escenario para tener estos gigantes del rock a metros de su piel. Y allí, con ellos, cantaron el largo tema final, en el que una vez más y como no podía ser de otro modo, Howe se lució con ese tema magnífico, y David se metió al público en el bolsillo.
Largo y sinuoso camino
Fue un cierre perfecto, en suma, que hizo olvidar no ya los problemas técnicos que padecieron los Yes en el concierto (y que, al parecer, los han perseguido en toda la gira), sino que pusieron en suspenso la siempre lamentable falta de Jon Anderson, el fantasma que sobrevoló toda la noche pero jamás asustó al cantante de reemplazo. La de Yes es una historia de 42 años transitada por un camino sinuoso, que llevó a estos músicos hasta las más altas cimas de la creación musical, y que hoy, a los hombros de ese pasado, obligan a uno a ponerse de pie ante la estatura de su obra. Eso hizo Mendoza: no era para menos.
Ésta es la versión completa de la nota publicada en Diario UNO de Mendoza.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Noche de tango y orquesta

Fue de menos a más. Como si hiciera falta calentar los dedos, las cuerdas, el pecho. El compositor y bandoneonista Daniel Binelli y la Filarmónica de Mendoza brindaron un concierto tachonado de tangos en versión sinfónica, en el que tras un comienzo tibio consiguieron seducir, a fuerza de bellas partituras, al puñado de espectadores que asistieron, el viernes [24 de setiembre de 2010], al Independencia.
El concierto comenzó con Binelli asumiendo el rol de maestro de ceremonias, en divertidas y didácticas introducciones a cada una de las partituras a interpretar. Y el concierto comenzó con un verdadero desafío: Noche y bandoneón, de la mendocina Adriana Figueroa, para bandoneón, orquesta de cuerdas y timbales, que representó un estreno mundial.
Y más allá de que la obra pareció signada por los «nervios del debut» y que hasta pudo haber mostrar a la compositora y a los intérpretes que no vendría mal una reinstrumentación que resalte mejor los contrapuntos, la orquesta misma no pareció ni cómoda ni concentrada en esta interpretación.
Pasado el desafío, llegaron los Tres movimientos concertantes del propio Binelli, obra que, sin ser «pirotécnica», permite admirar el talento del solista con su bandoneón, especialmente en el inspirado Adagio.
Tras una versión arreglada de El choclo, se pasó a un descanso y luego, llegó lo mejor. Pues en esta segunda parte, la música de Astor Piazzolla elevó al público y a la orquesta a otro nivel: el de la excelencia. Por ejemplo, en la bella suite Five Tango Sensations (original para cuarteto de cuerdas y fuelle), lo mejor de la noche sin dudas, y en Metrópolis, pieza breve, y expresionista del propio Binelli. Con una osada versión del Libertango de Astor (con cuyo arreglo Binelli intercambió de a ratos los roles originales de las cuerdas al bandoneón, y viceversa), se preparó el final. Con La cumparsita y una Amadio dispuesta a exacerbar la emoción, el concierto concluyó un recorrido heterogéneo y dispar por tangos diversos, capaz de dejar el corazón en la mano.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Un viaje al pasado



Miguel Mateos puso a andar la máquina del tiempo y llevó a las 2.000 personas que llenaron el auditorio Bustelo a 1985, cuando se publicó el disco Rockas vivas, del que celebró el sábado (29 de agosto de 2010) a la noche 25 años.
Mateos sumó a su banda de los últimos años a los integrantes de Zas que grabaron aquella legendaria placa, junto con algunos invitados de lujo, para un show de tres horas y más de una veintena de canciones.
La presencia de los músicos de Zas que grabaron Rockas vivas, esto es Eduardo Chino Sanz (guitarra), Raúl Chevalier (bajo), Julio Lala (teclados), además de Alejandro Mateos (batería), Oscar Kreimer (saxo y clarinete) y el guitarrista de la primera formación de la banda, Ricardo Pegnotti, pusieron una dosis de nostalgia a un show que puede contarse entre los más emotivos de los brindados por Mateos en nuestra provincia.
Los primeros acordes de la canción con que abrió el show «bajaron las defensas» de los oyentes: después de años sin tocarla en vivo, se volvió a oír Sólo una noche más, precisamente de Rockas vivas. Allí, la banda en el escenario era la que acompaña a Mateos en los últimos tiempos: los notables guitarristas Roli Ureta y Ariel Pozzo, el inefable Alejandro Mateos en batería (quien ha estado junto a su hermano en todas sus etapas musicales), Alan Ballan en bajo y Nano Novello en teclados. El tema, precedido por un video (sobre el que sonaban los arreglos de cuerdas de Jorge Calandrelli para el tema Vértigo, del disco Kryptonita), ya ponía en claro que no era ésta sólo una noche más entre las que Mateos ha ofrecido en Mendoza.
Mateos saltó luego al poderoso y springsteeneano tema Peleando por tu amor y, sin dar respiro, invitó a los músicos que estuvieron en la banda Zas entre 1984 y 1985 para tocar el tema de estudio que abría el disco en vivo Rockas vivas: Perdiendo el control. El éxtasis se apoderó, entonces, de la platea, que coreó verso a verso la canción y debió frotarse los ojos para no descreer que allí estaban, sí, los mismos músicos con las mismas canciones.
La cuestión siguió su rumbo con Va por vos, para vos (editada originalmente, ¡en 1982!). Luego, Mateos dedicó un impasse a las canciones que llamó «huérfanas», puesto que a pesar de que merecían, dijo, estar en Rockas vivas, quedaron afuera.
Eran temas del disco Tengo que parar: la profunda y escasamente frecuentada balada Bull dog (con un Chino Sanz transido de David Gilmour), Ana, la dulce, el precioso y coreado Tengo que parar y el desempolvado Tómame mientras puedas. Pero había más: sonó el poderoso Mensajes en la radio, Un mundo feliz y luego todas las canciones (menos una) que completaban Rockas vivas en un medley: Un poco de satisfacción, Extra, extra, Un gato en la ciudad y En la cocina, huevos.
Los ex Zas se retiraron del escenario y, para muchos, la noche ya había dado suficiente. Pero si hay algo que no le falta a Mateos es repertorio, y por eso fue por más. A esa altura pocos recordaban que hubo tiempos en que el músico fue mirado con recelo cuando su música se internacionalizó. Así que los tiempos de cosecha de Mateos repasaron un puñado de temas de la última etapa de Zas: Mi sombra en la pared, Cuando seas grande y Es tan fácil romper un corazón (de Solos en América), y Atado a un sentimiento (del disco homónimo).
Luego largó la sección de la etapa solista de Mateos, con la impronta acústica de Si tuviéramos alas, la balada Beso francés, el retrato urbano y antiimperialista de Bar Imperio y el pop cuasi tecno de Obsesión, que dio nombre a su primer álbum como solista.
El show del sábado en el Bustelo fue, en resumen, mucho más que un simple recital. Porque de esos no sólo Mateos, sino muchos otros, los ofrecen y a montones. Este espectáculo permitió, además, algunas confirmaciones: que la reivindicación de Miguel Mateos no iba a tardar en llegar. Que el músico canta tan bien como hace 25 años. Y que canciones como Tirá para arriba, con la que terminó el show (tras la advertencia de que «será la última vez que la escuchen»), tienen su lugar ganado en el repertorio más granado del rock nacional. Ese rock para el que Miguel Mateos y Zas escribieron, con letras de oro, nutridas páginas de gloria.

sábado, 10 de julio de 2010

El evangelio de un ateo

¿Qué hace un ateo hablando de Cristo? Eso debe de haberse preguntado más de uno ante El evangelio según Jesucristo, la novela de José Saramago, publicada en 1991, y que le valió la censura en propio Portugal y un rechazo del Vaticano digno de los tiempos del Index .
Pero el escritor tenía mucho que decir, porque a los ateos el tema religioso nos resulta del mayor interés: hay que saber lo que se niega. Y el escritor escarbó en su obra maestra, no sin impiedad, los resquicios vacíos de carnadura de los textos canónicos y los llenó con su prosa privilegiada, para contar la mejor versión de esta historia, ésa en la que nadie quiere resucitar porque, claro, nadie ha hecho algo tan malo para merecer morir dos veces.

Fernando G. Toledo
Publicado en Diario UNO

lunes, 29 de marzo de 2010

Cuando la sala propia es una pesadilla


Co­rría se­tiem­bre de 1997 cuan­do sa­lía a la luz en Bue­nos Ai­res el Anua­rio tea­tral ar­gen­ti­no, una pu­bli­ca­ción que da­ba cuen­ta de la ac­ti­vi­dad tea­tral de­sa­rro­lla­da du­ran­te el año an­te­rior en to­do el te­rri­to­rio del país.
Di­cho li­bro in­cluía una re­co­pi­la­ción muy ilus­tra­ti­va de to­das las obras es­tre­na­das en ca­da pro­vin­cia y ubi­ca­ba a és­tas se­gún un or­den cuan­ti­ta­ti­vo de­cre­cien­te a par­tir de las que más obras ha­bían es­tre­na­do.
En dicho anua­rio Men­do­za apa­re­cía en se­gun­do lu­gar: es de­cir, era la pro­vin­cia con ma­yor ac­ti­vi­dad des­pués de la Ciu­dad de Bue­nos Ai­res. Y muy por en­ci­ma de las que le se­guían.
Ese Anua­rio tea­tral ar­gen­ti­no no ha­cía más que po­ner so­bre pa­pel lo que fue un mo­men­to de es­plen­dor de nues­tro tea­tro, un es­plen­dor no ne­ce­sa­ria­men­te eco­nó­mi­co pe­ro sí de de­sa­rro­llo crea­ti­vo, mo­to­ri­za­do so­bre to­do por dos elen­cos que aca­pa­ra­ban elo­gios y pre­mios: Ca­ja­mar­ca y Vi­ce­ver­sa.
Pe­ro uno de los da­tos lla­ma­ti­vos era que, por en­ton­ces, esos mis­mos elen­cos no con­ta­ban con una sa­la pro­pia si­no, a lo su­mo, con el sue­ño de te­ner­la. Esa su­pues­ta ca­ren­cia, que los lle­va­ba o bien a al­qui­lar o a im­pro­vi­sar sus pues­tas en lu­ga­res no con­ven­cio­na­les (ca­sas, gal­po­nes, ga­le­rías, el hall de al­gún edi­fi­cio, las es­ca­le­ras de la Es­cue­la de Mú­si­ca) no mi­na­ba, al pa­re­cer, su de­sa­rro­llo ar­tís­ti­co.
¿Có­mo en­cuen­tra es­te 2010 al tea­tro men­do­ci­no? Pues, pa­ra los elen­cos in­de­pen­dien­tes, el pre­sen­te es cier­ta­men­te os­cu­ro, bru­mo­so, de­cep­cio­nan­te.
Por un la­do, es di­fí­cil me­dir el de­sa­rro­llo de nues­tro tea­tro fren­te al de otras pro­vin­cias sin un tra­ba­jo co­mo el de aquel anua­rio que per­mi­ta vis­lum­brar cla­ra­men­te las rea­li­da­des par­ti­cu­la­res.
Pe­ro lo que sí es cier­to es que va­rios de esos elen­cos, sin si­tio pro­pio en aque­llos años, con­si­guie­ron más tar­de su lu­gar. Sin em­bar­go, ello no se tra­du­jo di­rec­ta­men­te en más y me­jo­res obras, en pues­tas más in­no­va­do­ras. Al con­tra­rio, el tea­tro co­men­zó a dis­per­sar­se con un gran de­sa­rro­llo de fun­cio­nes en ba­res y pubs, con nue­vos elen­cos sin sa­las que co­men­za­ban a mo­ver por la fuer­za de sus pues­tas, y no de sus pa­re­des, la es­ce­na lo­cal.
Co­mo con­tra­par­ti­da, los gru­pos que ya te­nían su sa­la pa­de­cían los pro­ble­mas que re­pre­sen­ta po­seer un lu­gar al que hay que man­te­ner, en el que hay que pa­gar im­pues­tos, ha­cer­le ins­ta­la­cio­nes, pre­ser­var la se­gu­ri­dad y tan­tas co­sas que, aca­so, les ha­cen «gas­tar ener­gías» que an­tes usa­ban en el es­fuer­zo crea­ti­vo y no en el pro­sai­co an­dar de los pro­ble­mas co­ti­dia­nos.
Por eso es que gru­pos co­mo La Li­bé­lu­la, Ubria­co, Dos Huér­fa­nos, Los To­ri­tos, Crack o los elen­cos di­ver­sos de Ariel Blas­co han da­do tan bue­nas obras en es­te tiem­po, preo­cu­pa­dos qui­zás en dón­de po­ner­las, pe­ro sin car­gar con pro­ble­mas tan gra­ves co­mo los que es­ta se­ma­na su­frió Vi­ce­ver­sa (quien adu­ce una es­ta­fa que los de­jó en la ca­lle), los que pa­de­ció el gru­po Tri­ni­dad Gue­va­ra a prin­ci­pios de es­te 2010 (ya ce­rra­ron) o los que se le ave­ci­nan a Ar­go­nau­tas (pa­re­ce que tie­ne las ho­ras con­ta­das).
Es cier­to que Ca­ja­mar­ca y El Ta­ller aún re­sis­ten y que Juan Co­mot­ti (hi­jo de Cris­tó­bal Ar­nold) se atre­vió a abrir una en Go­doy Cruz, pe­ro la pa­ra­do­ja es que el «sue­ño de la sa­la pro­pia» se ha con­ver­ti­do pa­ra los elen­cos lo­ca­les en una pe­sa­di­lla.
Pe­sa­di­lla que se su­ma a la de­sa­pa­ri­ción ge­ne­ra­li­za­da de sa­las ofi­cia­les y que tor­nan cual­quier pro­me­sa, por aho­ra, en pa­la­bras va­cías.
Se di­ce que Wal­ter Nei­ra, el mis­mo que di­ri­gió dos Ven­di­mias y pu­so al tea­tro lo­cal en lo al­to du­ran­te mu­cho tiem­po, ha­bría di­cho que des­pués de es­to se re­ti­ra de la di­rec­ción. La­men­ta­ble­men­te esa pro­me­sa sue­na más co­he­ren­te en es­te pre­sen­te pe­sa­di­lles­co.

Fernando G. Toledo

miércoles, 24 de marzo de 2010

Operación ópera

Si estamos de acuerdo con que Mendoza merece que el Estado invierta parte de su presupuesto en producir una ópera por año, hay muchas cosas que deben su­ceder y muchas otras que jamás debería uno atestiguar.
El primer paso lo dio el teatro Independencia, tras la designación de Fabricio Cen­torbi como director de esa sala, quien anunció la producción de una ópera anual, siempre con artistas locales. En 2008, sin embargo, la promesa no fue cumpli­da: presupuestos reducidos y dinero que el teatro recaudaba que iba a parar a otras áreas, al parecer, lo impidieron.
Pero en 2009 se concretó El elixir de amor, de Donizetti, que llegó en un año en el que, para bien de los melómanos, algunos elencos independientes también montaron ópe­ras (de costo muchísimo menor) en esa sala, con dos versiones de La serva pa­drona, de Pergolesi [ver aquí y aquí], y una de Rita, también de Donizetti.
Y anoche [el sábado 20 de marzo de 2010] se concretó el estreno de La flauta mágica, de Wolfgang Amadeus Mozart, a sala llena. Sí: el público local responde manera notable, al punto que ya se han vendi­do unas 1.200 localidades y, si todo sigue así, se recuperarán por esa vía los $90 mil de inversión.
La clave de todo es que mientras iniciativas públicas como ésta son un verdade­ro aporte al cultivo artístico de los mendocinos, es demasiado lo que conspira contra su realización. Primero de parte del propio Gobierno, ya que es evidente que una sala como el Independencia clama a gritos la remodelación del foso (agrandarlo y mejorarlo, ya que según el director, por problemas de construc­ción ha debido ser apuntalado) y la mejora de la orquesta residente.
La Filarmónica de Mendoza merece un párrafo aparte. Y es que el organismo, co­mo ya hemos advertido, carece del nivel de su vecina, la Sinfónica de la UNCu­yo, pero no sólo porque cuenta con menos músicos (es poco más que una or­questa de cámara), sino porque está falta de conciertos, habida cuenta de los po­cos que realiza año a año. Además, hay actitudes de los músicos que merecen una lectura fina, como el hecho de que el jueves se plegaran al paro de ATE y, según testimonios, varios de los integrantes firmaran asistencia aunque no ensa­yaran, acaso para evitar el descuento del sueldo.
La orquesta se apresta a remplazar a su titular: Ligia Amadio, ex directora de la Sinfónica, es la candidata. Difícil es que la brasileña, por sí misma, consiga un cambio tan radical. Como en La flauta mágica, la «operación ópera» parece estar acosada por una especie de Reina de la Noche que amenaza con destruirlo todo a base de intrigas y egoísmo.

Fernando G. Toledo

martes, 9 de marzo de 2010

Grandes recursos arruinados por una puesta en escena divagante


Los mejores recursos y los peores resultados. Ése podría ser el lacónico resumen para Cantos de vino y libertad, el espectáculo dirigido por Vilma Rúpolo que conformó el Acto Central de la Fiesta Nacional de la Vendimia 2010.

Un espectáculo en el que confluyeron algunos de los mejores artistas de Mendoza, donde hubo novedades y una gran banda en vivo, donde hubo dejos de emoción y ciertos hallazgos, sí. Pero, también, donde todo fueron perlas de un collar roto que nunca pudo enhebrarse, acabando por eso en una maraña revuelta y disgregada, atacada cualquier unidad por los yerros de la puesta en escena.

Si uno lo piensa, la directora tuvo este año uno de los mejores equipos artísticos posibles. Casi un equipo soñado, conformado por la mejor pluma, los mejores músicos, grandes directores de actores y de coreografías. Los mejores recursos, como se dijo, para magros resultados.

Arístides Vargas, por ejemplo, fue el guionista: se trata, ni más ni menos, del más grande dramaturgo mendocino vivo. Un hombre capaz de arrojar poesía en cada línea de sus obras sin perder jamás el concepto central de lo que cuenta, capaz de promover novedades estilísticas y pintar personajes entrañables, de contar las cosas más ásperas y comprometidas sin perder un ápice de lirismo.

Rompecabezas En Cantos de vino y libertad, el trabajo del autor terminó pareciendo un rompecabezas que clamaba la reunión de sus partes. ¿Fue un llano y directo error de puesta? ¿O acaso el tema del Bicentenario, aplicado por reglamento, conspiró contra la coherencia de una propuesta que Vargas y Rúpolo ya tenían preparada desde hace años? Una respuesta afirmativa, en cualquiera de las alternativas (o en ambas), explicaría muchas cosas.

Y es que la Fiesta tuvo atisbos de una historia que quería ser contada y no podía, junto con asaltos sucesivos de las alusiones «bicentenarias» que, no obstante su mayor o menor pertinencia, eran continuamente apagadas por coreografías que apuntaban más al embotamiento que a la ilustración corporal del engranaje dramático.

El comienzo, no obstante, parecía decirnos otra cosa. Unos indios labraban la tierra en un «labio» ubicado justo frente al lago del escenario, en una bella y potente imagen subrayada por el hecho de que lo que pisaban y arrancaban del suelo estos personajes era tierra verdadera, no mera utilería.

Al galope
Ahí nomás, mientras una música con vientos andinos inundaba la escena, aparecían unos tótems indígenas de gran poderío visual y el escenario se llenaba para dar paso, poco después, a unos gigantescos caballos de utilería, animados como muñecos gigantes por actores-manipuladores, que se iban a constituir en los sorprendentes narradores de la historia que quiso ser contada sobre el escenario.

Claro que esa novedad, ese toque creativo propuesto por el guión de Arístides Vargas, iba a aparecer sin que la puesta rescatara este aspecto sin dudas atractivo. Y es que aunque la hechura de estos caballos haya sido de increíble belleza y realismo (con la probable excepción del lugar desde donde se empujaba a uno de ellos), Rúpolo los rodeó de un arsenal increíble de recursos lumínicos, sonoros y humanos que acaso consiguieron aturdir, pero no impresionar. Porque Rúpolo puso allí, todo junto, lo que a veces, para buscar el crescendo dramático, se va colocando de a poco. Así, aparecieron fuegos artificiales, escenarios atestados, bailarines que bajaban a las corridas las escaleras. Y no sólo eso: se utilizaron, allí mismo, los cerros laterales y el lago, y se encendieron todas las luces y la pantalla de led.

«Conspiración» interna
A partir de allí, y como se dijo, en cuanto al desarrollo del guión, el trabajo fue a los tropiezos. Si de a ratos los caballos contaban en primera persona (como testigos privilegiados) gestas grandes como la sanmartiniana, medianas como una procesión de la Virgen de la Carrodilla o pequeñas como la apertura de un surco, por otro lado se daba curso a la rimbombante seguidilla de ritmos de los países latinoamericanos que fueron marca de estilo de las fiestas de Pedro Marabini. Si había una manera de conspirar contra el guión, allí estaba.

No obstante, el espectador común, que se dejaba estremecer por los golpes de efecto aunque ya perdiera el hilo narrativo para siempre, podía disfrutar de algunas gemas dispersas, ésas del collar roto. Por caso, y sin dudas, la banda en vivo dirigida por Oscar Puebla, cuyo desempeño fue notable. Una banda que incluyó, entre otros, a músicos de prestigio como Gustavo Bruno (guitarra), Pablo Quiroga (batería) o Pepe Sánchez (percusión), y que sumó luego nada menos que a los Markama (en su primera incursión en vivo en un acto central), a Juanita Vera y al ubicuo Cristian Soloa. Y que también se atrevió a incluir al dúo Igualitos, que interpretó una contagiosa mezcla de polka y rap, y dio un sacudón de vivacidad a lo que en el conjunto de la fiesta se tornaba cuesta abajo, más allá de que la lírica del tema rapeado dejara bastante que desear.

El rubro coreográfico fue importante también, fuera de que en la abundancia de cuadros bailados radicara parte del desvarío de la fiesta. Rúpolo no había conseguido, en las otras dos ocasiones que dirigió la fiesta (2001 y 2003), que sus bailarines se lucieran, y aquí nada puede objetarse: parte de ese logro es responsabilidad de Enzo De Lucca.

Regresión
Insistir en la descripción de los cuadros de la fiesta nos obligaría a recaer en la repetición: en cada caso habría una prueba palpable de que los recursos eran magníficos y la puesta hacía lo posible por convertir esos lujos artísticos en mayúsculas dilapidaciones. Con sus buenas y malas, el nivel de los espectáculos vendimiales había manifestado desde 2006 una mejora sustancial, con directores que parecían tener sobre todo ideas claras y capacidad para plasmar esas ideas sobre el escenario, aun con riesgos y errores. En todo sentido, esta fiesta es un retroceso con respecto a ellas. Menos, claro está, en los errores: aquí, abundaron. Y los mejores recursos no pudieron conseguir más que un espectáculo, en calidad, equivalente a un acto escolar que costó miles de pesos.

Fernando G. Toledo

lunes, 15 de febrero de 2010

Una noche con rosas y sin vinagre



Porque los contrastes (el vinagre y las rosas, los helados de aguardiente) son los que enriquecen los sentidos, Joaquín Sabina brindó, es decir, celebró y regaló, un concierto pleno de matices y colores, con canciones novísimas y clásicos de siempre, con sonidos rockeros y baladas, con arreglos subversivos y versiones inclaudicables.
Fue en el estadio Malvinas Argentinas, en un espléndido sábado de estrellas tímidas que quedaba en medio de dos fechas «sabinescas» a más no poder: el día anterior había sido el cumpleaños del músico, el día posterior era ese edulcorado «catorce de febrero» al que en una canción el músico le dice «yo no quiero».
Los contrastes, decíamos, estaban a flor de piel y Sabina los llevaba encima: junto a su saco de frac y su bombín de etiqueta, lucía unos Clavin Klein, una remera a rayas y un prendedor de Velvet Underground. Atrás, una banda sedosa para su voz de lija (capaz de hacer alisar los corazones), y una seguidilla de canciones que no dieron tregua y aún así dejaron ganas de más.
El recital comenzó con lo nuevo. Tiramisú de limón, primer corte del disco Vinagre y rosas (2009), fue lo primero que salió del escenario de un estadio fervoroso pero con menos público del esperado. La canción, con música del dúo Pereza y letras de Sabina y Benjamín Prado, tiene chapa de hit y sonó fuerte en las gargantas del público mendocino, que la coreó a pesar de que lleva un par de meses sonando en el aire. Igual, el tema estableció el clima del show: parecía que la ciudad representada por la escenografía se hubiera despertado para desplegar sus alas de luna.
El contraste se repitió cuando Sabina, a poco de andar con cosas nuevas y recitar un poema para Mendoza, atacó con un clásico inesperado: Medias negras. Lo inesperado fue lo rápido que llegó, no su presencia. Pero también sorprendió la versión, algo que se repetiría a menudo: con más aires de son que de rock, terminó de poner a tono no ya al público (faltaría un poco más para ello), sino a la banda: Jaime Azúa (guitarra y voz), Pedro Barceló (batería), Mara Barros (voz), Pancho Varona (bajo, guitarrón, voz), Josemi Sagaste (vientos y acordeón) y Antonio García de Diego (teclados, guitarra y voz).
El buen encastre de esta reversión de Medias negras, al que le siguieron Viudita de Clicquot y el viejo Ganas de…, no se repitió del todo en Con la frente marchita, otro de los grandes clásicos que aparecieron pronto. Le falta un poco de madurez a esta subversiva relectura de la porteñísima canción de Sabina: aquí se le sacó casi todo lo que tenía de tanguera y se le dio un curioso tono de reggae. Al público poco pareció importarle, y por su interpretación los aplausos se mezclaron con las lágrimas que este tema de Sabina es capaz de extraer de sus escuchas.
Llegado a ese punto emocional, el español desgranó lo nuevo (la bellísima Cristales de Bohemia) con lo viejo, siempre con el público ya en el bolsillo. Y aparecieron clásicos jamás tocadas en vivo por él en Mendoza (ni en el inolvidable Gran Rex de 2001, ni en este mismo recinto, con el Nano Serrat, el 2007). Por ejemplo, cantó Por el boulevard de los sueños rotos. Y luego, Aves de paso. Y luego, Peor para el sol y Peces de ciudad, con ese estribillo maestro, también hecho de contrastes. Y también cantó Llueve sobre mojado, sin Fito Páez y con Azúa asumiendo el difícil rol del rosarino, para dividir opiniones.
Sabina se tomó dos pausas pero al público no se le dio tregua, porque la banda «sabinera» siguió tocando, y sin su compañía, cantó en respectivas tandas canciones como Conductores suicidas, Como un dolor de muelas (letra de Sabina y el Comandante Marcos, con la voz de la sensual Mara Barros a pleno) y Amor se llama el juego.
El tramo final del show cristalizó su carácter de inolvidable, sin dejar los contrastes mencionados, ya que éstos constituyeron el entretejido de las útlima parte del recital. Coreadas baladas diamantinas como Una canción para la Magdalena, Y sin embargo, Contigo y Calle Melancolía, se entremezclaron con esas canciones que todos bailan, como 19 días y 500 noches, Nos sobran los motivos (en su versión española, llamada Cerrado por derribo) o Princesa. Y llegó la hora del primer final, con el conocido interludio construido por Noches de boda y Y nos dieron las diez. Y, en la agonía de la velada, llegaron los golpes finales con Pastillas para no soñar y, por supuesto, La del pirata cojo.
El cierre, como era de suponer, fue un cierre de contrastes en los pechos de los presentes. Alegría por lo oído y pena porque el último acorde ya había sonado. Euforia por todo lo que cantó y ganas de haber escuchado algo más (Dieguitos y Mafaldas o Ruido). Aunque el contraste final fue el mejor: el que dejó saber que, en el Malvinas, el sábado fue un solo día, pero con 500 noches.

Festivales, festivales



Fiebre de festivales. Fiebre que provoca delirio, pero no tanto del público como de los organizadores. Eso podríamos diagnosticar a propósito de la nutrida temporada que estamos viviendo en Mendoza. Temporada que arrancó hace casi un mes y medio con la Fiesta del Chivo (Alejandro Lerner y Soledad, entre los invitados), siguió con Rivadavia Canta al País (Jairo, Chaqueño, de nuevo Soledad), la Tonada tuyunanina (Chaqueño otra vez, León Gieco, Luciano Pereyra) y continuó esta semana sin pausa con cuatro festivales superpuestos: Americanto (en el parque San Martín), Fiesta del Camote (Corralitos, Guaymallén), Festival del Jamón y el Pan Casero (Junín) y Festival del Pejerrey (El Carrizal).
Los perfiles han sido diferentes, pero lo distinto entre cada uno es, ciertamente, parecido. Uno se dedicó sólo a artistas locales, el otro a nombres nacionales resonantes, muchos repitieron las figuritas. La respuesta popular fue importante, pero no en todos los casos: si Rivadavia y Tunuyán lograron convocar a decenas de miles, el Americanto mucho menos y los demás, bastante menos.
Y en esto último es donde conviene indagar un poco. ¿Cuánto sentido tiene recaer en esa superposición y en la repetición de figuras tan convocantes como onerosas? Cierto es que el público que vive en el Este prefiere que el Chaqueño les cante a la vuelta de casa que a 150 kilómetros. Pero fuera de esa excusa a medias atendible (las jornadas de festival no sólo se pueblan de público autóctono, sino del que viaja especialmente para presenciar los números), resulta una monotonía saber que el Chaqueño, que tocó allá, toca mañana más acá y pasado mañana (por ejemplo, el 27 en el Festival del Melón y la Sandía, de Lavalle) incluso más allá.
Monotonía y superabundancia, sumadas a la superposición (tres festivales durante el mismo día) que provoca no sólo la posible merma de público aun cuando se trata de festivales gratuitos, sino la pérdida de cualquier atisbo de identidad que pudiera tener cada festival. El caso de la Tonada es testigo: aunque ya está asumida la mutación desde hace mucho, por las virtudes del éxito, el festival no tiene sólo tonadas ni tiene muchas tonadas que digamos. A esta altura conviene decir que de ningún modo la propuesta sería que dejen de realizarse tales festivales ni mucho menos. Pero si lo que se busca es que el calendario vendimial se extienda por esta vía, con más razón hay que programar entre todos los festivales sus propuestas, sus fechas y sus esencias. Dejando de lado, claro está, egoísmos y “primereadas”.

Fernando G. Toledo


martes, 9 de febrero de 2010

El secreto del Oscar


Si es verdad que los argentinos tenemos facilidad para la pasión, el orgullo nacional y hasta el fanatismo, este 2010 no sólo nos verá alentando la –hasta ahora­– desdibujada selección de fútbol de Maradona, pues también estaremos pendientes de la suerte que corra El secreto de sus ojos el 7 de marzo, en los premios Oscar.
Esta cinta llega a la glamorosa ceremonia de Hollwyood precedida de nominaciones, premios y éxito de taquilla y de crítica. Pero con el Oscar están en juego otras cosas. Por un lado,  se ganaría un lugar en el libro de unos premios que gozan de la mayor fama, aunque no del prestigio unánime; por el otro, la posibilidad de que el galardón redunde en dinero, no sólo el de la distribución de la cinta en los Estados Unidos, sino también en la vía abierta que podrían encontrar intérpretes y directores para contratos futuros en la Meca del cine.
Ahora bien, ¿cuáles son las posibilidades concretas con las que cuenta la cinta de Juan J. Campanella para aspirar a que los argentinos griten, como un gol del Mundial, su Oscar a la mejor película extranjera?
Es difícil decirlo. Primero que nada, porque no hemos visto a sus competidoras –La teta asustada, de Perú; Ajami, de Israel; Un profeta, de Francia y La cinta blanca, de Alemania–; segundo, porque aunque las conociéramos, tampoco estaríamos muy seguros de que la calidad pura del filme sería por sí sola garantía de un galardón.
En Hollywood, el asunto no es tan sencillo. Influyen otros temas, por ejemplo, la casi obsesiva intención de que entre las películas extranjeras se premie los temas graves, enfocados desde la corrección política. Pero se mueve también el aspecto monetario que mencionábamos antes, es decir, la posibilidad de que el filme pueda ser vendido –incluso por la vía de la remake– en EE.UU.
Si es por la primera de las variables, El secreto de sus ojos lleva las de perder ante filmes como La cinta blanca –ya ganó el Globo de Oro por su abordaje sobre los orígenes del fascismo– o Ajami –sobre el conflicto árabe-israelí. En cambio, en el segundo de los casos, Campanella encaja mejor con las posibilidades de que este premio le depare buenos réditos como director en Hollywood, ámbito que de hecho ya conoce. Sin embargo, allí la peruana La teta asustada compite por el hecho de que su directora es sobrina de Mario Vargas Llosa y de Luis Llosa, director de éxitos de Hollywood como El especialista o Anaconda.
Como fuera, hay algo claro: El secreto de sus ojos es una seria competidora. Acaso, más seria que la Selección de Diego.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Avatar: ¿un éxito con aires de plagio?


Esta semana Avatar consiguió lo que sus productores deseaban: convertirse en la película más taquillera de todos los tiempos y desbancar así a Titanic, nada menos que la cinta anterior que dirigió James Cameron, hace 13 años. El dato, que indica sin más que el largometraje ya tiene su lugar en los libros de historia del cine, es una buena excusa para preguntarse qué hace que las películas sean las preferidas del público. ¿Tienen que ser buenas o les basta con ser atractivas, que en este presente es casi sinónimo de estar «bien vendida»? ¿Hay que contar una historia o ello no interesa?
De entrada digamos que la respuesta es esquiva y esta columna está para formularla, antes que para responderla. Y es que la valoración «artística», por decirlo de un modo superficial, de la cinta creemos no está a la altura ni de su enorme repercusión ni de sus genialidades técnicas. Hablamos de «mención superficial» del concepto «artístico» porque en el cine lo estético se halla, probablemente, mucho más estrechamente atado a lo técnico que en otras artes (con la probable excepción de la arquitectura).
A quien haya visto Avatar le resultará una redundancia decir que tiene uno de los trabajos de efectos visuales más impresionantes jamás vistos. Una reconstrucción tan puntillosa y realista del mundo imaginado por Cameron que deja con la boca abierta a cualquiera. Pero, ¿cuánto más ofrece la película fuera de esos prodigios y de la maravilla que es el lenguaje N'avi, inventado para la ocasión? No mucho: la historia, salpicada por algunos guiños livianos a temas como la ecología, la guerra y la ambición, es casi un calco punto por punto de una cinta infantil de Disney del año 2001: Atlantis, el imperio perdido. Ni sentido tiene repetirlo: los resortes de ambas historias son iguales y en ésta hasta se inventó un lenguaje (el «atlante») para la ocasión. A la vista de ello, repetimos: para tener éxito en la taquilla, ¿acaso importa la historia que se cuenta?