lunes, 7 de julio de 2014

Cuando lo que importa es la historia

Pablo de Santis (a la derecha) con el autor de esta entrevista.

Entrevista a Pablo de Santis, a propósito del estreno de la película El inventor de juegos, basada en su novela homónima

por Fernando G. Toledo

La historia que se narra es engañosa: todo sucede bajo un halo de verosimilitud incontestable, pero lo que sucede es extraordinario. Que un niño se vea arrastrado por una historia en la que no se sabe si se está dentro de un gran engaño o en la mera vida es uno de los atractivos principales de El inventor de juegos, la novela de Pablo de Santis cuya versión para cine acaba de estrenarse esta semana.
El relato que muestra al niño Iván Dragó como ganador de un concurso de juegos que trastoca para siempre sus días es el que tomó el director Juan Pablo Buscarini para su película, una superproducción rodada en la Argentina pero destinada al público internacional.
Como parte de las rondas de prensa de la cinta, el director y el autor de la novela original, Pablo de Santis, estuvieron ayer en Mendoza.
De Santis, uno de los narradores más leídos y elogiados de la actualidad en nuestro país, dice haber imaginado y escrito la historia en un arrebato de inspiración. Hoy, conforme con la adaptación, se ve ocupado con algo mucho más trabajosa: una novela que tiene a la criptografía como centro.
Antes de la conferencia de prensa que dio en la sala Elina Alba, De Santis habló con Escenario y compartió su visión de la literatura.

–¿Qué sentiste en estos días, cuando viste la versión en cine de El inventor de juegos?
–Fue una alegría y una emoción. Estaba al tanto de que la filmación de la película venía muy bien y había visto unos trailers, pero ahora que la pude ver estoy muy contento. Conocía al director, Juan Pablo Buscarini, porque había visto El ratón Pérez, que me pareció una muy buena película. Y me convenció de que iba a poder hacer una buena adaptación para El inventor de juegos. Mis dudas con esta novela tenían para su paso al cine tenían que ver con los saltos de continuidad y de lugares. Pero Juan Pablo ha conseguido un relato nítido, muy claro y natural.

–¿No te parecía, igualmente, que tu historia parecía casi una invitación a su adaptación a la pantalla grande?
–La verdad que nunca la pensé en relación al cine hasta la propuesta de Juan Pablo. Alguna vez había pensado que mi novela La traducción sí podía llevarse al cine, pero El inventor de juegos requería una gran producción. Por suerte él se animó al proyecto.

–El libro ya tiene una segunda parte. ¿Cómo sigue la historia?
El juego del laberinto transcurre cuando Zyl, la ciudad de fabricantes de El inventor de juegos, se convierte en un laberinto. Y allí Iván Dragó tiene que descifrar ese laberinto.

–Hablamos de laberinto y de tu obra, y es imposible no pensar en Borges...
–Desde todo punto de vista, Borges está presente. Por un lado, en la influencia que tuvo en mi prosa. Pero por otro, en su reivindicación de los géneros literarios, no como algo marginal, sino algo central en su literatura. Cuando nadie, ni siquiera en los Estados Unidos, reivindicaba los géneros en el mundo, él escribió la Introducción a la literatura inglesa, con un rescate de esos géneros. Eso se ve en sus cuentos, que son todo lo contrario a lo que mucha gente cree: son accesibles.

–¿Esa es también una lección que tomás de Borges?
–Sí. Y el hecho de poner el foco en que la historia es crucial, junto con el punto de vista, el foco que debe tener esa trama. Encontrar el tono es lo que cierra el círculo.

–¿Qué proyectos ocupan hoy en día tu creación?
–Acaba de salir un libro de cuentos, Trasnoches. Recopila relatos viejos y otros más recientes. Incluso uno del que ni yo tenía copia, pero que circulaba por internet. Así que... lo bajé. Y lo corregí, porque tenía errores. Por otra parte, estoy escribiendo desde hace años una novela cuyo tema es la criptografía. Transcurre entre los años ’70 y ’80 en la Argentina, y no sólo es muy compleja, sino distinta a otras que he escrito. Ya tuvo una versión 300 páginas, y terminé dejando sólo 70. Es un libro al que le tengo miedo por los temas que trata y se llama Las armas y las letras.


Fascinación por los juegos de mesa

La fascinante trama que narra las aventuras de Iván Dragó y su lucha contra el malvado Morodian ejerció un cimbronazo especial en el director de cine Juan Pablo Buscarini. El rosarino, que había rodado Cóndor Crux y El ratón Pérez se considera un gran lector de De Santis, y fue por eso que cuando leyó la novela El inventor de juegos se propuso de inmediato llevarla al cine.
Buscarini se confiesa gran seguidor del autor de El enigma de París, y considera a esta una de sus grandes historias. Por eso la ocasión era propicia para consultarle a De Santis cómo escribió este libro.

–¿Cómo fue el momento de creación de esta historia?
–Fue esa clase de historias que salen muy de pronto, como en un momento de inspiración. Hay libros que exigen más trabajo y cuesta encontrar las vueltas de la historia. En cambio el primer borrador de El inventor de juegos fue escrito muy rápido y con mucha felicidad. Estaba en un momento especial, parece. Después, por supuesto, vino toda la revisión, porque soy de corregir mucho.

–Uno de los puntos destacados de la historia es que el juego es el corazón de la novela. ¿Fue algo así como una premisa para la escritura?


–Sin dudas. Los juegos me gustaron siempre. No tanto para jugarlos, porque de niño recuerdo que prefería jugar con autitos y soldados. Los juegos de mesa como el Monopoly podían parecerme lo más aburrido del mundo. Sin embargo, ejercían en mí una especie de fascinación las piezas, los billetes, ese pequeño mundo que representan. Pero de alguna manera me cuesta también entenderlos. Recuerdo por ejemplo que uno de mis hijos jugaba con las cartas de Yu-Gi-Oh!, que a mí me parecían increíbles. No podía ser que las cartas costaran tan caras, y que un mazo (por dar un ejemplo) saliera 40 pesos, pero de pronto hubiera una sola carta de 200 pesos que fuera más fuerte que todas las demás. En cambio, en otros juegos de mesa me parece valioso lo que tienen de igualdad entre los oponentes, y la caballerosidad. En ese sentido, el ajedrez es perfecto. Yo podría sentarme con Gary Kasparov a jugar, aunque seguramente perdería (risas).

–Por lo que decís, Iván Dragó, el personaje principal, es lo contrario a vos... A propósito, ¿el nombre de dónde sale? Es un homónimo del villano de Rocky IV...
–Pero no tiene nada que ver. Salió por casualidad. Drago era el apellido de un profesor de matemáticas y también del autor de un libro de Historia con el que yo estudiaba en la secundaria. Después, la elección de Iván como nombre fue por una cuestión de sonoridad. Pero jamás pensé en ese personaje.

miércoles, 2 de julio de 2014

Recoger el guante

Marlon Brando en Nido de ratas.

A Marlon Brando, in memoriam


Rebelde con y sin causa, Marlon Brando fue, sin dudas, un hombre consecuente. Hizo siempre lo mismo: si resquebrajó los cánones de la interpretación con su estilo propio y alimentado por los predicados de Stanislavsky no fue tanto por convicción. Más bien fue porque actuar le permitía ser.

Por ello, la decisión de participar en filmes que harían historia (Un tranvía llamado deseo, Nido de ratas, Julio César, El Padrino, Último tango en París) o en simples bagatelas (Free Money) no conspiraba contra su genio: de cualquier modo, y más allá del nivel que alcanzara, Brando no mutaba en sus personajes, sino que estos se acomodaban a su piel como si hubiesen estado esperando el cuerpo correcto.

Nido de ratas (On The Waterfront, 1954), la contradictoria balada de Elia Kazan sobre la explotación a obreros pesqueros, es el mejor retrato de Brando en acción. Ni siquiera hace falta ver toda la película para apreciar el genio del actor: basta con la escena en que camina junto a la actriz Eva Marie Saint.

Brando, que se hace llamar allí Terry Malloy y la juega de boxeador mediocre, coquetea con la bella rubia mientras pasean por un parque. Hace frío y el segmento está rodado al aire libre, por eso la mujer lleva un saco abrigado y guantes. Uno de esos guantes, en un momento, cae notoriamente al suelo. Es un incidente que podría haber hecho apagar las cámaras y empezar de nuevo, pero Brando atrapa la secuencia con un gesto tan intrascendente como soberbio: recoge el guante, sigue hablando y juguetea con él hasta que se lo devuelve a Eva Marie Saint, porque así lo habría hecho Brando-Malloy, porque no hay disolución entre la realidad escrita en un guion y la realidad escrita por la retorcida pluma del destino.


Cuando, décadas después, Brando interpretó un drama trágico fuera de los sets (su hijo asesinó al novio de su hermana, quien tiempo después se suicidó), recogió el guante e hizo lo que cualquier hombre, aunque sea el mejor actor de todos los tiempos, haría: se hundió en su tristeza. Así lo vimos hasta su muerte, la única instancia ante la que no se rebeló. Quizá, porque tampoco aquí había que interrumpir la película.








Publicado el 3 de julio de 2004 en Diario Uno de Mendoza.

viernes, 27 de junio de 2014

La FIFA tiene los dientes más grandes

 El castigo al futbolista Luis Suárez es desproporcionado e injusto si se lo compara con otros casos de agresiones más peligrosas. Una mancha más para la impresentable FIFA de Joseph Blatter




Fernando G. Toledo
@fernandogtoledo


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Hay algo que al comediante inglés John Oliver se le olvidó decir en su reciente y devastadora crítica contra la FIFA, el poderoso superorganismo internacional que organiza, cada cuatro años, el evento deportivo más atractivo de todos cuanto existen (la Copa de Fútbol). Si en su ácida y risueña diatriba el también actor denunciaba las prácticas espurias de la entidad que preside Joseph Blatter, olvidó subrayar un aspecto obsceno que ahora padece el jugador uruguayo Luis Suárez: la FIFA tiene, entre sus muchos brazos de poder, el de imponer justicia según sus propios reglamentos y con el inobjetable arbitrio de su propio tribunal.

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El polémico delantero uruguayo acaba de recibir una sanción que ha sido adjetivada como «durísima» por medios de todo el mundo, y cuesta no estar de acuerdo con tal consideración.
Los hechos previos a la sanción son conocidos, pero no viene mal recordarlos. En una jugada correspondiente al último partido de la primera fase de su grupo, el enfrentamiento entre las selecciones de Italia y de Uruguay (donde alista Suárez) vivió una incidencia de esas sobre las que se ensañan la magnífica televisación del Mundial que se juega en estos días en Brasil. En el área del equipo europeo, tras un breve forcejeo, el delantero celeste agredió al defensor Giorgio Chiellini con un mordisco a la altura de su omóplato izquierdo. El hecho pareció confuso hasta que las imágenes de la televisión develaron las acciones: según lo que puede verse, Luis Suárez asesta un rápido (pero sin dudas incisivo) mordiscón a la espalda de Chiellini, ante el que este reacciona arrojándose al suelo no sin antes defenderse con un codazo que no alcanzó a dar en el blanco (la propia boca de Suárez). El uruguayo reacciona rápidamente y también se arroja al suelo y se toca los incisivos centrales con gestos ampulosos, quizá para dar a entender que todo se había tratado de un accidente. Como el árbitro del partido no pudo ver el encontronazo, todo siguió sus carriles normales, a pesar de las enfáticas protestas de Chiellini, quien con el hombro al aire quería mostrarle al referí las marcas patentes de la dentellada.

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Todo lo que el árbitro no vio y todo lo que a los castigos de los 90 minutos escaparon correspondió, luego, al engolosinado trabajo de los directores de cámara y de televisación, que sumados a los medios de comunicación, diseccionaron las acciones de Suárez y elevaron a los cuatro vientos la pregunta latente: «¿Será sancionado de oficio?».
La respuesta vino días más tarde. En un hecho no por esperado, sorpresivo por la magnitud, la FIFA suspendió a Luis Suárez con un castigo pocas veces visto. Le impuso una suspensión de 9 partidos en los que tiene prohibido jugar en cualquier competición. Al mismo tiempo, le prohibió pisar siquiera cualquier predio en el que se esté desarrollando actividad alguna del Mundial de Fútbol, y de hecho le quitó la posibilidad de ver cualquier partido de fútbol oficial en los próximos meses. Por si esto fuera poco (y ya que una oportunidad económica jamás es despreciada por este organismo, aunque la manera de conseguir los réditos sea poco clara) lo conminó a pagar una multa de 100 mil francos suizos, que equivalen (miles más, miles menos) a unos 120 mil dólares.
La argumentación de la FIFA alude a su código disciplinario, que tiene una redacción tan ambigua que ciertamente uno no entiende por qué es uno sólo el futbolista sancionado: «agredir a otro jugador» y «haber cometido una ofensa contra la deportividad de otro jugador».

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Son muchos los aspectos a considerar. Primero que nada, que la FIFA tome las imágenes televisivas como única prueba para tamaña sanción, perjudicial para el jugador y para la Selección cuyos colores defiende. Es cierto que las imágenes ofrecen buen detalle de lo que pasó (y por las cuales el agresor bien merece un castigo), pero resulta increíble que el tribunal disciplinario no considere siquiera la posibilidad de hacer testificar a los futbolistas involucrados para saber, por ejemplo, si quizá la acción de Suárez no fue una reacción a una «ofensa contra su deportividad» previa de parte del italiano.
Por otra parte, y lo que es más grave, el antecedente que sienta la FIFA con esta sanción parece se volviera en contra de su propia capacidad para impartir justicia, si se tienen en cuenta antecedentes cercanos en el tiempo y otros un poco más antiguos.
Por ejemplo, no se comprende por qué la FIFA no tomó como prueba testimonial para impartir castigos, las imágenes que con la misma nitidez con que dejaron ver el comportamiento canino de Suárez, mostraron también las dotes de gladiador de Neymar, quien en el partido inaugural de esta competición, propinó un codazo calculado, artero y violento contra su rival de Croacia, Luka Modric. Si se tiene en cuenta el daño físico que puede provocar una agresión como la del talentoso delantero brasileño (por ejemplo, la rotura de la mandíbula del croata), la verdad es que no tiene comparación con la potencialmente menos dañina capacidad de lastimar que tiene un mordiscón, que puede aspirar a lo sumo a arrancar un pedazo de piel.

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Otra muestra de la desproporción de este castigo comparado con otros aparece si uno recuerda la patada propinada por el holandés Nigel de Jong al español Xabi Alonso (Mundial 2010), castigada sólo con una tarjeta amarilla. O, especialmente, el celebérrimo cabezazo que le dio el virtuoso francés Zinedine Zidane al defensor italiano Marco Materazzi, en la final del Mundial 2006. 
En estos últimos casos se exhibe más claramente la desproporción de la FIFA con respecto a Suárez: una patada como la de De Jong es capaz de quebrar el esternón. Un cabezazo como el de Zidane puede matar a la víctima, tal como aseveró en su momento uno de los más prestigiosos cardiólogos europeos, Francesco Furnanello. 
Sin embargo, mientras hoy la FIFA castiga al sudamericano Suárez con nueve fechas de suspensión y 100 mil francos suizos, ayer a Zidane le aplicó tres partidos y 7.500 francos. ¿Cuál es la razón para tamaña disparidad? ¿La «animalidad» supuesta de un mordisco por sobre un golpe con la cabeza o con el codo? ¿No debería hacer esa supuesta animalidad, al mismo tiempo, más inofensiva la agresión, y por tanto, menos peligrosa o, en otros términos, menos condenable?

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Cuando se habla en términos de justicia, la desproporción en penas para actos análogos es lo más parecido a la injusticia. La FIFA, mientras tanto, celebra un mundial vibrante y eso quizá ayude a que (excepto para Uruguay) todo se olvide rápidamente. Está claro por qué: no hay nada peor para las bestias gigantes que un pequeño animal sudamericano le muestre los dientes. Se sabe: el pez grande siempre se come al pequeño.

lunes, 16 de junio de 2014

Los cazadores cazados



Por Fernando G. Toledo

Quien quiera escribir una historia o quizás el guion para un culebrón estándar de esos que tapizan las mediatardes en la TV, ya tiene el argumento resonando en todos los medios.

En esta historia hay buenos y malos, aunque ninguno exagera. En esta historia hay poder y una moraleja: no hay que manipular veneno puesto que puede terminar uno mismo contaminado.
Esta historia tiene personajes concretos pero podríamos disimularlos, para que nuestro culebrón se inspire en hechos reales sin fijarse en uno particular.

Imaginemos a un periodista de chimentos, por ejemplo. O, a dos. Su tarea, exitosa y a veces ciertamente bien realizada (dentro de las reglas de juego de este espinoso ¿género periodístico?) consiste en ventilar cuestiones privadas de personajes públicos. Escandaletes y rencillas, discusiones, amoríos, embarazos no deseados, ataques de ira, hechos sin importancia que pueden ser magnificados: todo vale para narrar mientras los involucrados sean caras conocidas, en especial de la TV.

Nuesto guion muestra a esos periodistas implacables, temibles e impiadosos, haciendo su trabajo y ganando fama, ellos mismos, con su labor. Pero en un vuelco de la trama, casi al mismo tiempo, ambos «villanos» se ven obligados a beber de su propia medicina. Acostumbrados a tratar la vida de otros casi como un juego de ficción, sienten en su propio pellejo lo que significa que sus vidas se conviertan en la comidilla de los chismes. Uno puede haber roto con su novia por una truculenta infidelidad, el otro puede haber tenido un hijo extramatrimonial.

Pero podemos hacer que esta aventura no tenga un final edulcorado, sino realista (o «rialista»). En definitiva, ellos son los principales propaladores de estas noticias. Ellos reciben una lección implacable, pero no la aprenden. Y todo sigue siendo igual, como en Ciudad Gótica (quizá sea apropiado el símil): un lugar donde, después de que Batman ha ganado una batalla, simplemente debe prepararse para la guerra que viene. Porque abundan los villanos.