A ver, leamos este párrafo: «Si la función básica del cine ha debido ser siempre la entretención, la realidad está mostrando una cruda paradoja: que la diversión se ha convertido en bajeza, y que en medio de las que suelen ser las películas con mejores escenas de acción, con más despliegue de producción, con más espectacularidad, también por ellas se deslizan los mensajes más reaccionarios. Ya más de uno ha manifestado su preocupación: ¿éste es el cine del futuro?».
Si usted ha visto 2012, la película estrenada este jueves y que «revienta taquillas» en las salas de los cinco continentes, supondrá, con buenos indicios para suponerlo, que a ella va referida la reflexión. Pues, investiguemos.
El párrafo citado está rodeado por otros. Uno de ellos dice: «Si el filme limitara sus incumbencias a la pura entretención y a los efectos especiales, todo sería ‘perfecto’. Sin embargo Emmerich (un europeo que parece estar muy agradecido del país del Norte) pone sus mayores esfuerzos en convertir al presidente de Estados Unidos en el paradigma del superhombre americano (...). Y si hablamos de esfuerzo, también hay una vergonzosa intención de corrección política al mezclar héroes blancos y negros y otras uniones multicolores».
Las cosas parecen cerrar. 2012 es una superproducción de cine catástrofe, dirigida por el alemán Roland Emmerich, y cuyo argumento gira en torno al modo en que el planeta se destruye debido al recalentamiento repentino de la corteza terrestre. Destrucción que estaba prevista, se avisa, por el calendario maya, cuyo final (marcado, parece, para el 21 de diciembre del año del título) ofrecía la advertencia que los escépticos hombres de la ciencia y pérfidos hombres de la política prefirieron desoír.
Todo cierra: ¿se habla entonces de 2012? No. Los párrafos citados corresponden a una crítica publicada por Diario UNO el domingo 21 de julio de 1996. La firmaba este que ahora firma, también, y el objeto de análisis era la cinta Día de la Independencia, con la que Emmerich comenzaba su relación catastrófica (en la temática) y exitosa (en las recaudaciones) con Hollywood.
Los años que pasaron no han cambiado en nada a Emmerich, ni a los productores que apuestan a estas cintas tan exitosas (como se ve en el hecho de que el propio director firmó luego títulos como Godzilla o El día después de mañana). Tampoco, parece, han modificado los intereses del público, visto y considerando que todas esas películas fueron verdaderos sucesos (económicos), gracias a lo cual muchos dirán que en efecto el equivocado era el que opinaba tales cosas y no Emmerich. O por lo menos que, equivocado el crítico o no, hay una gran porción de espectadores a los que les interesa muy poco que le vendan basura superproducida en forma de celuloide. Mientras la película tenga buenos efectos visuales, qué más da.
2012 viene a traer lo mismo, en suma. Una historia «coral» (con varios personajes en foco), sobre una catástrofe generalizada, enhebrada por una historia particular y en la que el final, a pesar de todo, tiene que ser feliz. El gran director Frank Capra solía recurrir a un artilugio artificioso (el famoso «Deus ex machina», o «Dios en la máquina») para resolver un argumento intrincado que de otro modo no tendría salida. Eso, siempre y cuando se hubieran expuesto debidamente personajes, problemas y consecuencias de la historia propuesta. Emmerich apela, en cambio al lugar común. Al clisé. A la pereza narrativa. A la superficialidad y a la obviedad. No le importa sorprender al público con su narración o su puesta en escena: le interesa, al contrario, cumplir todas sus expectativas más llanas, cristalizando una hiperdemagogia con pocos parangones.
Emmerich no hace más que basarse en la omnipotencia de los rubros visuales, cuya técnica permite, hoy por hoy, recrear cualquier delirio (catastrófico o no) con el mayor realismo.
Así que si nos remitimos a la pregunta formulada hace 13 años a propósito de un filme de Emmerich, ya tenemos la respuesta: sí, así fue. Éste es el cine de aquel futuro.
Fernando G. Toledo
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