martes, 9 de marzo de 2010

Grandes recursos arruinados por una puesta en escena divagante


Los mejores recursos y los peores resultados. Ése podría ser el lacónico resumen para Cantos de vino y libertad, el espectáculo dirigido por Vilma Rúpolo que conformó el Acto Central de la Fiesta Nacional de la Vendimia 2010.

Un espectáculo en el que confluyeron algunos de los mejores artistas de Mendoza, donde hubo novedades y una gran banda en vivo, donde hubo dejos de emoción y ciertos hallazgos, sí. Pero, también, donde todo fueron perlas de un collar roto que nunca pudo enhebrarse, acabando por eso en una maraña revuelta y disgregada, atacada cualquier unidad por los yerros de la puesta en escena.

Si uno lo piensa, la directora tuvo este año uno de los mejores equipos artísticos posibles. Casi un equipo soñado, conformado por la mejor pluma, los mejores músicos, grandes directores de actores y de coreografías. Los mejores recursos, como se dijo, para magros resultados.

Arístides Vargas, por ejemplo, fue el guionista: se trata, ni más ni menos, del más grande dramaturgo mendocino vivo. Un hombre capaz de arrojar poesía en cada línea de sus obras sin perder jamás el concepto central de lo que cuenta, capaz de promover novedades estilísticas y pintar personajes entrañables, de contar las cosas más ásperas y comprometidas sin perder un ápice de lirismo.

Rompecabezas En Cantos de vino y libertad, el trabajo del autor terminó pareciendo un rompecabezas que clamaba la reunión de sus partes. ¿Fue un llano y directo error de puesta? ¿O acaso el tema del Bicentenario, aplicado por reglamento, conspiró contra la coherencia de una propuesta que Vargas y Rúpolo ya tenían preparada desde hace años? Una respuesta afirmativa, en cualquiera de las alternativas (o en ambas), explicaría muchas cosas.

Y es que la Fiesta tuvo atisbos de una historia que quería ser contada y no podía, junto con asaltos sucesivos de las alusiones «bicentenarias» que, no obstante su mayor o menor pertinencia, eran continuamente apagadas por coreografías que apuntaban más al embotamiento que a la ilustración corporal del engranaje dramático.

El comienzo, no obstante, parecía decirnos otra cosa. Unos indios labraban la tierra en un «labio» ubicado justo frente al lago del escenario, en una bella y potente imagen subrayada por el hecho de que lo que pisaban y arrancaban del suelo estos personajes era tierra verdadera, no mera utilería.

Al galope
Ahí nomás, mientras una música con vientos andinos inundaba la escena, aparecían unos tótems indígenas de gran poderío visual y el escenario se llenaba para dar paso, poco después, a unos gigantescos caballos de utilería, animados como muñecos gigantes por actores-manipuladores, que se iban a constituir en los sorprendentes narradores de la historia que quiso ser contada sobre el escenario.

Claro que esa novedad, ese toque creativo propuesto por el guión de Arístides Vargas, iba a aparecer sin que la puesta rescatara este aspecto sin dudas atractivo. Y es que aunque la hechura de estos caballos haya sido de increíble belleza y realismo (con la probable excepción del lugar desde donde se empujaba a uno de ellos), Rúpolo los rodeó de un arsenal increíble de recursos lumínicos, sonoros y humanos que acaso consiguieron aturdir, pero no impresionar. Porque Rúpolo puso allí, todo junto, lo que a veces, para buscar el crescendo dramático, se va colocando de a poco. Así, aparecieron fuegos artificiales, escenarios atestados, bailarines que bajaban a las corridas las escaleras. Y no sólo eso: se utilizaron, allí mismo, los cerros laterales y el lago, y se encendieron todas las luces y la pantalla de led.

«Conspiración» interna
A partir de allí, y como se dijo, en cuanto al desarrollo del guión, el trabajo fue a los tropiezos. Si de a ratos los caballos contaban en primera persona (como testigos privilegiados) gestas grandes como la sanmartiniana, medianas como una procesión de la Virgen de la Carrodilla o pequeñas como la apertura de un surco, por otro lado se daba curso a la rimbombante seguidilla de ritmos de los países latinoamericanos que fueron marca de estilo de las fiestas de Pedro Marabini. Si había una manera de conspirar contra el guión, allí estaba.

No obstante, el espectador común, que se dejaba estremecer por los golpes de efecto aunque ya perdiera el hilo narrativo para siempre, podía disfrutar de algunas gemas dispersas, ésas del collar roto. Por caso, y sin dudas, la banda en vivo dirigida por Oscar Puebla, cuyo desempeño fue notable. Una banda que incluyó, entre otros, a músicos de prestigio como Gustavo Bruno (guitarra), Pablo Quiroga (batería) o Pepe Sánchez (percusión), y que sumó luego nada menos que a los Markama (en su primera incursión en vivo en un acto central), a Juanita Vera y al ubicuo Cristian Soloa. Y que también se atrevió a incluir al dúo Igualitos, que interpretó una contagiosa mezcla de polka y rap, y dio un sacudón de vivacidad a lo que en el conjunto de la fiesta se tornaba cuesta abajo, más allá de que la lírica del tema rapeado dejara bastante que desear.

El rubro coreográfico fue importante también, fuera de que en la abundancia de cuadros bailados radicara parte del desvarío de la fiesta. Rúpolo no había conseguido, en las otras dos ocasiones que dirigió la fiesta (2001 y 2003), que sus bailarines se lucieran, y aquí nada puede objetarse: parte de ese logro es responsabilidad de Enzo De Lucca.

Regresión
Insistir en la descripción de los cuadros de la fiesta nos obligaría a recaer en la repetición: en cada caso habría una prueba palpable de que los recursos eran magníficos y la puesta hacía lo posible por convertir esos lujos artísticos en mayúsculas dilapidaciones. Con sus buenas y malas, el nivel de los espectáculos vendimiales había manifestado desde 2006 una mejora sustancial, con directores que parecían tener sobre todo ideas claras y capacidad para plasmar esas ideas sobre el escenario, aun con riesgos y errores. En todo sentido, esta fiesta es un retroceso con respecto a ellas. Menos, claro está, en los errores: aquí, abundaron. Y los mejores recursos no pudieron conseguir más que un espectáculo, en calidad, equivalente a un acto escolar que costó miles de pesos.

Fernando G. Toledo

2 comentarios:

  1. Fernando: estoy de acuerdo con tus argumentos y me llama la atención que algunas críticas que salieron el mismo domingo en el Uno y el Los Andes hayan elegido hacer elogios y no ver la amplitud de falencias que tuvo la Fiesta Central. Hago la excepción de Ariel Sevilla que habló también al pasar de la falta de unidad del guión.

    Creo que la falla principal fue el haber desaprovechado a un escritor y dramaturgo como Arístides Vargas. Su guión empezó a desvanecerse, a perder cohesión en los bailes "foráneos", para casi quedar mudo al final.

    A la fiesta le faltó fuerza y trascendencia, pero eso se la da una historia que funcione como red de contención a los maravillosos bailes, los juegos lumínicos y la puesta que fueron impecables.

    Me permito dudar de la eficacia de los caballos como narradores. A veces se peca de chambones por ser originales. No se entendía mucho (al menos por T.V.) quién hablaba. Y al tema del Bicentenario le faltó ser explotado.

    No considero que la aparición de San Martín personificado haya sido como un acto escolar. Para mí tuvo su efecto y el ascenso a los cerros (que siempre son un punto de debate) estuvo bien.

    Finalmente, lamento que no se retomaran los avances hechos en las últimas Vendimias. Vilma Rúpolo había dirigido hace un par de años una en San Martín y yo había quedado encantado. Por eso me extraña lo mismo que vos.

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  2. Hernán: con respecto a San Martín en los cerros y la Virgen de la Carrodilla también en las alturas, fue, es cierto, uno de los momentos más logrados. Pero no lo destaqué en la crítica sólo por falta de espacio, y porque si lo hubiera dicho tendría que haber aclarado que ese recurso fue casi calcado de lo que hizo Rúpolo en 2001.
    Con respecto a los caballos, en vivo sí se entendía y valoré la novedad y el riesgo.
    Gracias por tus palabras.

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