lunes, 7 de marzo de 2011

Nuestra fiesta, frente al espejo


Por Fernando G. Toledo

Un juego de espejos. Una invitación a descubrirse, a recorrer, como quien acaricia el lomo de un animal, los pliegues de la propia cara. Y hacerlo como si fuera la vez primera. Todo eso propuso el espectáculo Los rostros de la Vendimia, estrenado el sábado en el anfiteatro Frank Romero Day. La fiesta dirigida por Walter Neira usó la materia de su propia expresión para volcarla en el escenario. Sí, puso la fiesta dentro de la fiesta y celebró 75 años de hechura vendimial de una manera plena: cantándose a sí misma.
El nombre de Neira resulta ineludible en ese sentido. Es un artista que llegó a su tercera fiesta después de dos experiencias con desiguales frutos pero con un mismo signo: el de la innovación. Y esta fiesta tuvo también innovación, pero en un sentido tan radical que incluso hay que decir que parece que el director no se paró sobre los logros antes conseguidos. Antes bien, derrumbó todo el edificio de su propia escalada y de todo lo mejor ofrecido por sus antecesores. Y una vez hecha la demolición, construyó una fiesta nueva, con materiales relucientes y con otros ya bien asentados.
Neira dejó de lado el ingrediente más puramente teatral y hasta narrativo, sacrificó las metáforas y hasta ignoró cosas que parecían intocables (no se escuchó ni por asomo el clásico Póngale por las hilera y apenas se tarareó Virgen de la carrodilla, por ejemplo). También, justo es decirlo, resignó unidad en todo su espectáculo, hundiéndose en tramos en los que se perdió la atención y apareció el aburrimiento. Pero hizo la fiesta con más hermosos cuadros de los últimos años y con la más notable interpretación musical que haya pasado, para estos fines, por el Frank Romero Day.

Potencia visual
La capacidad de Neira como creador visual hay que compararla con la de un Carlos Alonso en la plástica o un Leonardo Favio en el cine. Y, en este sentido, la confianza que se tiene el director le permite hacer lo que hizo. En concreto: hacer narrar la fiesta por un guión correcto de Miriam Armentano, relatado por cuatro narradores (los actores María Godoy y Adrián Sorrentino y los locutores Mónica Borré y Martín Lubowiecki), y dejar el resto a cargo del magnífico ensamble orquestal y de su propia manera de disponer los cuerpos coreográficos, de usar los colores de la escenografía y de los vestuarios, de hacer mover o dejar quietos a los actores en escena.
Porque no cualquiera puede sostener un cuadro tras otro de semejante impacto en una fiesta de más de una hora, como en este caso, aludiendo de a ratos a los que serruchan tablas para armar un escenario y a quienes cosen vestidos, como a quienes cosechan la vid o a quienes fundaron Mendoza. Neira fue capaz, y lo hizo porque, como decíamos al comienzo, puso en funcionamiento un mecanismo de espejos en el que cada cuadro hablaba de su propia inclusión histórica en la Fiesta de la Vendimia, ni más ni menos.

Momentos destacados
Hubo en Los rostros de la Vendimia momentos magníficos, sin dudas: un cuadro dedicado a actores y bailarines en los que los artistas que ocupaban la mitad izquierda del escenario, juntos de pie y apretados, movían su torso y sus brazos sin despegar los pies del suelo mientras del otro costado un grupo de bailarines recorría el resto del escenario, provocando una hermosa dialéctica visual. O cuando, en el tramo en que se aludió a los históricos locutores vendimiales, apareció la impronta circense, el estallido de colores y fuegos de artificio y, también, el sarcasmo acerca de la lucha de egos que, parece, a veces se entabla entre dichos locutores. O cuando la imagen ineludible, a esta altura, de la Virgen de la Carodilla, recorrió el escenario como en una blanca procesión. O en especial, y dejando de lado la validez íntegra o no de esta mirada, cuando se mostró la fundación de Mendoza y lo que sucedió, en la visión de Neira, con los «pueblos originarios»: fue un acto de un dramatismo tan extremo y a la vez hermoso que todo el teatro griego acusó recibo del impacto de esos personajes que corrían en dirección hacia el público y se arrojaban al lago, para acabar flotando como cuerpos muertos.
Tanto fue el nervio, el ímpetu de ese momento, que incluso deslució el siguiente, cuando para apelar al contraste Neira habló del paisaje mendocino y usó en la música el incombustible himno de Jorge Sosa y Damián Sánchez Otoño en Mendoza. Fue el momento más flojo del show, y el inicio de un pozo de tedio del que poco a poco se fue saliendo, tras el uso de Neira de un recurso que dio grandes frutos al director Alejandro Conte en 2008: el baile de tango en el agua.

Celebrarse
El tramo final lo remontó todo. Los espejos volvieron a disponerse y sus reflejos mostraron la faz más luminosa. Todos los rostros que Neira repasó, con la música sublime, la locución y sus escenas, todos, se dieron cita en el último cuadro, al que acudieron centenares de artistas sobre las tablas para construir «un solo rostro» (a eso aludió el texto). Y allí, con un recurso sencillo y a la vez impactante, los bailarines-actores iniciaron un desfile de colores amarillo, tinto y plateado mediante el doblez de sus atuendos. Y bailaron como celebrándose, que es la mejor manera de invitar a celebrar, cantaron a ritmo de murga el Canto a Mendoza y pusieron el punto final en el cielo con explosión y el suelo con euforia, para poner de pie a un público que fue llevado, tirado de los ojos y los oídos, por un viaje como pocos se ha visto antes en esta fiesta. Una fiesta que se miró al espejo y descubrió un rostro acaso no perfecto, pero sí hermoso.

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