domingo, 20 de marzo de 2011

En otras esferas del talento


Por Fernando G. Toledo

Lo primero que puede decirse de Stick Men, el grupo con el que Tony Levin se presentó por primera vez en Mendoza el martes, en el teatro Plaza, es que su combinación de potencia sonora y complejidad técnica resulta pasmosa.
Fieles herederos del King Crimson de los ’80 y ’90, los músicos ofrecieron un recital que bien da cuenta del modo en que los caminos abiertos por el grupo fundado por Robert Fripp son aún explorados por sus mejores epígonos. El caos del hombre urbano (quizá el «esquizoide del siglo XXI» al que ya cantaba Crimson en 1969), la música mecánica que lo rodea y debe ser apresada mediante el arte virtuoso, el remplazo del habla por el aullido, todo ello conforma la «ética estética» de este trío, lo que lo convierte en mucho más que una propuesta de tres grandes músicos.
Porque estos tres magníficos artistas tienen como meta mucho más que divertirse mientras tocan como maestros: Levin con un stick con el que puede ofrecer un abanico sonoro fascinante, Markus Reuter con una guitarra de 8 cuerdas, que también tocó con la técnica del stick en una performance abrumadora y cerebral, y Pat Mastelotto, un baterista capaz de ofrecer las más laberínticas secuencias de ritmo, ofrecer matices y también dar un show de gestos.

En este sentido, hicieron bien en empezar su show con Indiscipline, aquella composición con que cerraba el disco Discipline (King Crimson, 1980) que conformaría el cimiento formal de esta y de tantas bandas. Porque con ese comienzo con un Tony Levin desgranando notas con su instrumento mientras declamaba en un desquiciado español, los Stick Men manifestaron así de qué iba a ir la noche al millar de mendocinos que se congregó en la sala de Godoy Cruz.
Lo que vino sería ocioso de describir, porque fue a la vez un concierto y una clase maestra, uno de esos eventos (suceso de importancia, según la etimología) con los que uno es transportado a un nivel que desbanda lo previsible.
Levin, Mastelotto y Reuter, sin transpirar casi –con la obvia excepción del baterista–, fueron capaces de recorrer obras del trío y algunas ajenas para, en una hora y media, hacer algo tan radicalmente genial que para cualquier oyente atento representará una «rotura de moldes» (lo que confiesa ser el objetivo de Levin) a la hora de escuchar un recital futuro.
Stick Men paseó por buena parte de un repertorio desconocido, pero casi siempre fascinante (incluso exigente, como las veces en que Levin usó su stick con un arco, como un contrabajo) y le sumó a este algunas perlas más reconocibles, como una demoledora versión de El pájaro de fuego –ballet de Stravinsky que también frecuentaron los Yes–, un tema de Fripp y los otros dos regalos crimsonianos de la noche: Vroom Vroom y, en el segundo bis, Elephant Talk. Recio y sutil, complejo y avasallador, sucio y genial, el proyecto de los Stick Men permitió, a los amantes del prog rock, completar un menú impensado que comenzó a servirse en 2007 (Fripp en el Independencia), tuvo el plato principal en diciembre de 2010 (Yes en el Bustelo) y que con Levin y Mastelotto ante nuestros ojos y oídos resulta un postre exquisito para todos aquellos oídos finos ansiosos de una cena que los nutra.

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