Por Fernando G. Toledo
Dirección: Michael Bay. Con: Ben Afíleck, Josh Hartnetl, Kate Beckinsale. Guión: Randall Wallace. Producción: M. Bay y Jerry Bruckheimer. Origen: Estados Unidos. Año: 2000. Género: Drama.
Canto fútil al orgullo estadounidense, burda banalización comercial y tendenciosa mirada a la Historia, Pearl Harbor es una muestra más de la megalomanía inescrupulosa que anida en las mentes de algunos de sus millonarios artesanos cinematográficos.
Michael Bay ha encontrado con esta narración el mejor molde para volcar su chauvinismo de pacotilla, luego de Armageddon, que a este propósito resultó un ejemplo tan burdo (con el pueblo yanqui salvando al mundo entero del choque de un corneta) que ni siquiera mereció demasiada atención.
Gracias al gran oficio del guionista Randail Wallace (el mismo de Corazón valiente) y la derrochona producción de Jerry Bruckheimer, Pearl Harbor es un film de tres horas que pasan volando, pero que aburre por abuso de sermones pueriles, obvios, engañosos. La historia del brutal ataque japonés a la base estadounidense en Hawai, en 1941, cuando la guerra desatada en Europa quería ser evitada por los Estados Unidos, es apropiada por Bay & Cía. para servir a una historia de amor mil veces filmada y aquí mucho peor contada: dos amigos —Ben Affleck y Josh Hartnett— se enamoran de la misma mujer —Kate Beckinsale—, y bla bla bla...
Ese esqueleto “romántico”, que sirve a Bay para remarcar los mil veces remarcados valores de la amistad, el compañerismo y la entrega, tiene como complemento el himno a la gesta heroica de algo patético: la venganza que los estadounidenses propinaron a los japoneses por tamaña agresión.
La figura de Franklin D. Roosevelt (Jon Voight) es la animadora de esta vendetta, y la que alienta a salvar el honor yanqui, mancillado por una “traición” que en realidad sirvió al país del Norte de excusa para entrar de lleno a la contienda mundial.
Y si el film se esconde detrás del drama romántico y de la narración bélica (con grandes efectos especiales incluidos), la cuestión termina siendo mucho menos inocente de lo que parece. Para muestra, basta reparar en la demonización que se hace de los japoneses, al tiempo que se muestra la “valiente” represalia estadounidense del ataque a Tokio, comandado por el teniente Doolittle (Alec Baldwin). El problema radica en que nunca se menciona la verdadera venganza, que llegaría después y de manera más innecesaria: las bombas atómicas a Hiroshima y Nagasaki.
Pero, a esta altura de la posmodemidad, qué tanto debería importar lo tendencioso de un mensaje, si la obra que lo sustenta posee algún mérito. Ideologías opuestas aparte, baste recordar una maravillosa pieza cinematográfica como El acorazado Potemkin para entender que el buen arte excede su propia idea política. Pero Pearl Harbor es cine falaz: porque como film es intrascendente y como propaganda ideológica es precaria y burda. La única oportunidad que le resta a la cinta es ser un buen negocio. Y, quién sabe, a esta altura de la posmodemidad, quizá esa sea la verdadera ideología.
Publicado en Escenario de Diario UNO el 16 de junio de 2001.
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