miércoles, 13 de julio de 2011

El sonido del dolor


Daniel Barenboim desató una polémica al interpretar en Israel la música de Wagner, el compositor preferido de Hitler


Por Fernando G. Toledo

«Cada vez que escucho Wagner me entran ganas de invadir Polonia». La frase es de Woody Allen y el chiste tiene mucho que decir acerca de un tema que ha disparado discusiones de todo calibre, desde que el sábado pasado el director de orquesta argentino-israelí Daniel Barenboim se animó a interpretar una partitura del «judeófobo» Richard Wagner en el Festival de Israel, en Jerusalén.
La osadía del músico dividió a la opinión pública israelí, sobre todo porque concretó una cuestión que había desvelado a la sociedad desde que, tras el Holocausto, se supo que Wagner era el compositor preferido de Hitler, quien además lo consideraba formador de su ideología y de cuya obra se había valido para musicalizar los campos de tortura de los asentamientos nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Las polémicas han abarcado todas las aristas: desde la independencia del arte de los hombres que lo crearon, hasta el sentido pan-germánico de las óperas wagnerianas, pasando por cuestiones que abarcan la libertad de expresión y la susceptibilidad de quienes no pueden separar su música del recuerdo de la shoah.

Principios democráticos
Abanderado de Wagner y propulsor de la interpretación de sus obras en Israel, Barenboim (nacido en la Argentina y criado en Israel) tocó el sábado como segundo bis un fragmento de Tristán e Isolda –ópera con temática amorosa del «genio de Bayreuth»—, a pesar de lo acordado con la dirección del festival.
El gran director se excusó diciendo que resulta «artísticamente importante» tocar las partituras del músico en ese país, y a pesar de que algunos israelíes aún relacionen lo wagneriano con lo nazi, estos no tienen «derecho a impedir que otros lo escuchen».
Esta decisión la justifica el lúcido conductor de orquesta y pianista al explicar que, el sábado, sólo cuatro personas del público reaccionaron contra la interpretación de Wagner, mientras que la mayoría se dedicó a escuchar. «Dejé decidir al público y sólo hubo cuatro personas que se opusieron. Ese es un principio democrático por el cual la mayoría decide», argumentó Barenboim. Además, la «idea fija» de llevar a Wagner a Israel surgió en este director cuando una vez, en el aeropuerto de Israel, oyó que el celular de un periodista local sonaba con la melodía de una ópera wagneriana. «Entonces supe que era posible hacerlo», confiesa el argentino-israelí.

«El arte va más allá»
Mientras que Gerardo Belinski, cónsul honorario de Israel en Mendoza. se resiste a opinar, aun de manera personal («No hay ningún comentario de la Embajada de Israel en la Argentina sobre e! tema», le dijo a este diario), el austríaco Nicolas Rauss, titular de la Filarmónica provincial, dice que si bien entiende que familiares de las víctimas de los campos de concentración se sientan dolidos, «el arte va más allá», y opina que a pesar del confeso antisemitismo de Richard Wagner, «nada asegura que él mismo hubiera estado de acuerdo con el Holocausto».
«Wagner no tiene nada que ver con los que usaron su música para tocarla en los guetos», recuerda Rauss, quien reflexiona además acerca de todos aquellos artistas a los que debería vetarse en este sentido si se tuvieran en cuenta sólo sus actitudes personales y no su obra.

Asociaciones obligadas
Desde la revista de Internet Hagshamá, departamento de la Organización Sionista Mundial, Gustavo D. Perednik se explaya largamente en un artículo sobre la idea de proscribir al músico de las instituciones oficiales de Israel. Aclarando que cualquier hebreo tiene derecho a escuchar óperas de Wagner, o incluso organizar conciertos con su obra, cuestiona que «el Estado de Israel, el estado del pueblo judío, subvencione ese arte» (el subrayado es del original.)
«Hay que ser muy ingenuo (...) para hacer caso omiso de las asociaciones que en nuestro espíritu generan los diversos aspectos de la creación humana», argumenta Perednik. «Sería inadmisible que alguien se pusiera a exhibir esvásticas bajo la excusa de que se propone rescatar el símbolo primigenio de esas cruces en la India antigua, donde aparentemente eran símbolo de fertilidad. Suponemos que aun el mismo Barenboim, vocero del wagnerismo contemporáneo, vetaría a quien hiciera gala de esvásticas debido a su ‘valor artístico’ o a la ‘belleza de sus formas geométricas’».
Más contradictorio es el autor a la hora de reflexionar sobre la independencia de las obras artísticas de los hombres que las crearon. La biografía de Wagner «no basta para suprimirlo de conciertos oficiales judíos», dice Perednik, pero aclara que «lo que su figura representó después de muerto es lo que lo hace impresentable en Israel». E insiste: «La música de Wagner trae hoy horribles recuerdos a los sobrevivientes del Holocausto, a quienes se la impusieron los torturadores en los campos de concentración. Es motivo más que suficiente para no repetirla públicamente en el país de los mártires».
El caso es tan complicado porque parte de algo extremadamente irracional. Hasta los filósofos más importantes surgidos después de la Segunda Guerra Mundial entendieron que, de por sí, la sola idea del Holocausto ya era una excepción de la perversidad humana. Al punto tal que (para los creyentes) su sola existencia pone en duda la certeza de Dios. «Existe Auschwitz (el más importante campo de concentración), por lo tanto no puede existir Dios», dijo alguna vez el pensador Primo Levi, víctima también del nazismo. Y es que, como piensa el estudioso argentino Eduardo Grüner, «no hay lugar en el universo para dos absolutos, y puesto que Auschwitz sin ninguna duda ha existido y sigue existiendo, el otro absoluto que es Dios tiene que ser una mentira».
Es complejo, entonces, analizar la cuestión. Sin embargo, el arte merece siempre una independencia extrema con respecto a sus creadores, e incluso una independencia con respecto a lo usos que de él se haga. El mal aprovechamiento de un cuadro de Picasso, por ejemplo, no debería poner en duda el valor artístico de su obra, ni vetarla a los ojos de cualquiera. Por eso es que Barenboim se anima a una reflexión para tener en cuenta: «Es una especie de victoria de los nazis que no se pueda tocar Wagner en Israel».



¿Quién fue Wagner?
La figura más importante de la historia de la ópera, Richard Wagner, nació en Leipzig el 22 de mayo de 1813. Más que compositor de óperas, fue un impulsor del drama musical, mediante partituras monumentales (para las que componía también las letras, basándose sobre todo en leyendas germánicas), y utilizó la unión de temas musicales con los personajes, para crear una identificación desde el sonido con la parte dramática. El leit motiv (tema conductor) fue uno de los recursos principales de sus obras.
El holandés errante (1843), Tannhauser(1845) y Lohengrin (1845) fueron sus primeras óperas. Pero su concepción cada vez más compleja de argumento y música hacía difícil la interpretación. Gracias al mecenazgo del rey Luis II de Baviera pudo componer lo que deseaba y se construyó en la ciudad de Bayreuth un teatro (que aún persiste) que pudiera acoger las enormes orquestas y las inmensas escenografías de dramas como Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Nüremberg (1867), Sigfrido, El oro del Rin (1869), El ocaso de los dioses (1876) y Parsifal (1882).
En 1850, Wagner publicó el ensayo El judaísmo en la música, en el que presentaba a los judíos como ávidos mercaderes y sugirió la idea de que los germanos deberían deshacerse de ellos. Hitler fue uno de los miles de admiradores de su obra, y encontró en ella una representación musical de su ideología devastadora.


Publicado en Escenario de Diario UNO el 13 de julio de 2011.

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